James Cameron pertenece a una estirpe de realizadores americanos signados por el mito fundacional del cine megalómano, donde el tamaño sí importa y es equivalente a una serie de prácticas industriales asumidas por el sistema de estudios desde el siglo XX: la imparable carrera por la inflación de costos, el derroche hiperconsumista de recursos para justificar una gestión de éxito, la búsqueda depredadora por acrecentar los márgenes de ganancia, la explotación de nuevos mercados.

El socialismo como negocio, rebelarse vende, desde la plataforma de un Disney que explota el dólar lefty.

De ahí procede, naturalmente, la primera gran contradicción de la película, entre sus medios titánicos y sus fines románticos de reivindicación de la otredad, lo pequeño es hermoso, la comunión con la madre tierra y el paraíso perdido.

Por ello, llama la atención el subtexto de Avatar, un alegato a favor de la resistencia de las etnias oprimidas por la bota colonial de un país invasor. Un mito fundante del marxismo cultural. Uno de sus caballos de Troya, como Titanic, del mismo realizador, celebrado por Zizek, no por casualidad.

En consecuencia, el evidente metamensaje de Avatar nos invita a mirarla con cautela, ahora en su reestreno. Claro, la estética deslumbra y emociona. ¿Pero qué tal si pensamos en su bajada de línea progre?

En la superficie, Avatar se inscribe en una tendencia anglosajona de larga data, la de revisión del fenómeno bélico a través de una infraestructura genérica o transgenérica de último cuño, por el estilo de Star Wars, Apocalipsis Now y El señor de los anillos, cuyos dramas se encargan de reescribir la historia en función de los códigos de la tragedia, el western, la ciencia ficción y la épica colosal.

Por ejemplo, Avatar recuerda las obras maestras del lejano oeste, en su vertiente “pro-India” a la manera revisionista de Danza con lobos, por citar un caso reciente. A propósito, la crítica gusta calificar de “mea culpa” a dichas expresiones audiovisuales, surgidas al calor del exterminio y segregación de las tribus originarias del norte.

Por lo visto, Avatar tiende a cargar con semejante estigma, al decantarse por encumbrar a los llamados “salvajes” en perjuicio de “los civilizados». Semejante argumento binario, pertenece al credo socialista de «honrar» a los «buenos salvajes». Al «idiota latinoamericano» le encantan dichos tropos, como vimos en un libro famoso de Carlos Alberto Montaner, Plinio Apuleyo Mendoza y Álvaro Vargas Llosa.

Seguimos.

En efecto, la película proyecta un escenario de guerra asimétrica, donde David vence a Goliat, donde la artillería pesada cae rendida a los pies del guerrero local, armado apenas de su astucia, de su corazón valiente y de su arco y flecha, en una representación diferida e idealizada de una guerra de secesión a muerte. El desenlace es idéntico al de Vietnam, y a su modo, nos anticipó el anuncio de la retirada de las tropas americanas de suelo iraquí.

Aquí, la capacidad alegórica del realizador es acertada y reduccionista a partes iguales. Por un lado, atina en el blanco al radiografiar el esqueleto del nuevo complejo militar industrial, cuya división del trabajo subordina a la ciencia a la tiranía de los intereses comerciales aliados con el andamiaje de destrucción militar, cada vez más limpio, sofisticado, cibernético, burocratizado y corporativizado, en beneficio de las compañías mercenarias del ramo. Todo un autoguiño, un autohomenaje y una autoparodia al clásico del director, Terminator.

Por el otro, al cineasta se le escapa de las manos el control de su delirante imaginería barroca, al momento de configurar a sus “personajes positivos”, carentes de malicia. Un ejército de los cielos y de puros dechados de virtudes, en comunión con la flora y la fauna, cual comuna hippie centralizada alrededor de la paz, el amor y la armonía con el entorno hostil.

Algo difícil de digerir y de aceptar como propuesta de tercer milenio, si consideramos el absurdo de regresar a la tierra, al estado natural, cuando el urbanismo del planeta no sólo es imparable sino preferible a vivir en una selva a merced de enfermedades, plagas y penurias. No lo digo yo. Es una tendencia universal.

Por lo demás, la promesa idílica de Cameron o su plan de salvataje global, despierta innumerables suspicacias, al confrontarse con la siguiente cadena de hechos.

Número uno, el fracaso del socialismo real y su conversión en distopía totalitaria. Caso Venezuela.

Número dos, las visiones pesadillescas de la literatura y el cine, sobre el retorno a la vida en el bosque bucólico de Walden. Léase y véase: Rebelión en la granja, El Club de la Pelea, The Beach, Into the Wild, El Señor de las Moscas y The Mosquito Coast, todas ellas antítesis de las teorías rousseaunianas y marxistas esgrimidas por Cameron en su caricatura high tech, con enfoque de videogame.

Número 3, el triste legado de la guerrilla antes y después de instalarse en el poder. Recuerden Colombia, Perú, Nicaragua, Cuba y Libia. Por tanto, es lógico mantener reservas a la hora de deglutir el banquete ofrecido por el dueño de los fogones.

Nada extraño viniendo del creador de Titanic, con su fardo de lucha de clases. En su descargo, cabe rescatar el empeño del cineasta por invocar el espíritu de la diversidad por medio de un empaque animado, inspirado en el kistch de tradición occidental, en el manga japonés y en el diseño gráfico de orientación anarcopunk.

Se trata de una iconografía sacrílega emblemática de los reciclajes posmodernos, al límite de la cursilería new age de la serie “B”, de Flash Gordon a Barbarella, con ángeles mesiánicos caídos del cielo, amazonas a caballo y un bestiario fantástico extraído de alguna viñeta de Moebius o Rudi Giger.

De igual modo, el realizador es consecuente con dos de sus obsesiones como narrador: consolidar la imagen de la mujer fuerte de nuestros días como protesta viril a la dominación masculina, e investigar la relación de hombre con la tecnología de punta.

Cameron repite la experiencia con Sigourney Weaver, después colaborar juntos en Aliens, mientras aprovecha el físico de Michelle Rodríguez para darle continuidad a su fetiche de Sarah Connor, incorporado por Linda Hamilton.

Por su parte, el arquetipo de la Weaver no esconde su parentesco con la Dian Fossey de Gorilas en la Niebla, en cuanto las dos encarnan la seducción de la óptica etnocéntrica por la alteridad absoluta, magnificada con ojos de turista fascinado por la distinción de las especies diferentes. Allá eran los simios del África, acá son los humanoides de una galaxia superior, en un espectro no muy lejano al de películas contemporáneas como Sector 9 y Planet 51.

La luna Pandora resguarda un mineral codiciado por el hombre, y su caja del tesoro se destapa para castigar el pecado de la avaricia, con la fuerza y la energía de un relato bíblico.

En la fábula moral, la conexión de los buenos con su medio ambiente, provoca el milagro de la purificación de la raza durante el combate, al dar al traste con las pretensiones de los villanos de la partida, personificados por un Rambo con señas de identidad neonazi y por un yuppie de corbata, mangas arremangadas y gomina en el cabello, como si fuese el hijo del Gordon Gecko de Oliver Stone. Por cierto, Giovanni Ribisi hizo el mismo papel en la joyita Boiler Room.

Por último, el salvador de la patria porta la llama de la esperanza, al garantizar el mestizaje de los clanes en conflicto y el futuro de su especie híbrida en un desenlace catártico, medio predecible. Verbigracia, se le resucita al amparo del típico happy ending, a la zaga del populismo ramplón y folletinesco de Titanic.

En paralelo, la mutación del protagonista compendia las reflexiones del autor acerca de la inteligencia artificial, la realidad virtual y el second life, en la era de las comunicaciones multimedia y las redes sociales.

Por lo general, Cameron cumple con esbozar esquemáticamente lo ya planteado por Matrix, Tetsuo, Neuromancer, Ghost in The Shell, A Scanner Darkly, Existenz y Blade Runner, aunque aportándole sus dosis personales de investigador en la materia.

Lamentablemente, el maniqueísmo retorna por sus fueros para polarizar la visión del autor entre dos fracciones antagónicas: la tecnofobia y la tecnofilia. Es decir, la tecnología, según Cameron, no es necesariamente mala o buena. Todo depende de quién haga uso de ella. Asunto discutible, por decir lo menos.

Para culminar, el largometraje cierra con un canto interestelar a la conservación, a la convivencia y a la tolerancia, no sin antes haber pasado por un río de sangre, sudor y lágrimas.

Un guiño distópico, que reconocemos como profecía ante los eventos actuales de la tercera guerra mundial.

En conclusión, Avatar me resulta un arma de doble filo. Un bumeran capaz de revertirse contra sus propios creadores. Remember Frankenstein.

En verdad, como diría Pasquali, el sistema siempre gana y reina, así sea mutando y disfrazando sus cruzadas con piel de comanche, en aras de simular un cambio que no es real. Apenas una apariencia de victoria e inclusión, que instrumentaliza el mercado de la representatividad. Lo dicho arriba. Un negocio a expensas de la doctrina comunista. O viceversa.


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