Al examinar la pérdida de democracia y los avances de gobiernos iliberales en el mundo, ha tendido a darse por sentada la debilidad de las democracias y la resiliencia de los autoritarismos. Informes, hechos y noticias no faltan para argumentar lo uno y lo otro, aunque –cosa importante– lo hagan desde ángulos diferentes. De un lado, son destacadas las presiones y protestas a las que han estado sometidas las democracias por reclamos sociales, sanitarios, climáticos, económicos y políticos que ponen a prueba la eficiencia y legitimidad de su gobernanza. Del otro, la persistencia y avances en la ofensiva de regímenes híbridos y autoritarios que desafían con poco o ningún disimulo los principios y normas fundamentales del derecho internacional, incluido especialmente el de los derechos humanos.

La diferencia de ángulos es deliberadamente cultivada por los gobiernos que comienzan por limitar hasta eliminar la libertad de expresión e información, descalifican las críticas, tratan a la oposición legítima como disidencia desleal y criminalizable, desechan la alternancia, procuran bloquear todo escrutinio internacional y se esmeran en el desarrollo de sus aparatos de vigilancia, propaganda y desinformación. En cambio en las democracias, incluso en las que adolecen de ineficiencias y donde no faltan liderazgos desleales con sus principios y reglas, hay crítica, espacio para la oposición, la protesta, la exigencia de rendición de cuentas y para la alternancia a través de elecciones libres. Para acercarlo a Latinoamérica antes de ir más lejos. Baste anotar el contraste entre, por una parte, el flujo de información sobre la respuesta democrática chilena a la ola de protestas de 2019, el desarrollo de la Convención Constitucional, el proyecto de Constitución, su rechazo en Referendo y las complejidades de un nuevo proceso constituyente. Por otra parte, la censura y toma de medios de comunicación, la prisión y el exilio de opositores, el control y cierre de organizaciones no gubernamentales y las descalificaciones de cualquier denuncia, crítica o procedimiento internacional que prevalecen en Nicaragua, Venezuela y, tiempo ha, en Cuba en medio de sus emergencias humanitarias.

Lo cierto es que estos tiempos es necesario y útil confrontar el discurso de que solo las democracias están en problemas. Rusia, Irán, China son ejemplos de regímenes que, con especial capacidad de influencia internacional, ilustran que también los autoritarismos están bajo presión pese a su disposición para disimular, ocultar y sofocar sus manifestaciones. Las más recientes protestas en Rusia contra la “movilización parcial” para la guerra –precedidas por las movilizaciones políticas de oposición desde 2019, mientras Putin aseguraba la posibilidad de gobernar hasta 2036– reflejan el impacto de los estragos materiales que se han multiplicado para los rusos por la decisión de invadir a Ucrania mediante una guerra que, al desconocer todos los límites políticos y económicos, jurídicos y éticos, revela y profundiza las fragilidades del régimen que gobierna a Rusia y le resta oportunidades y apoyos internacionales.

En Irán, las movilizaciones que enfrentan al régimen son de escala mucho mayor que las protestas focalizadas en la escasez de agua y electricidad, las de rechazo la insuficiencia de las pensiones, el costo del pan o el aumento de precio de los combustibles, como en las oleadas de movilizaciones desde 2019. Desde septiembre pasado, a raíz de la muerte en cautiverio de la joven kurda Mahsa Amini –prisionera de la policía moral por el mal uso del velo– las protestas con el lema “mujeres, vida, libertad” se han extendido y mantenido en las principales ciudades del país. Pese a la violenta respuesta del régimen,  que ha causado más de trescientas muertes y apresamientos generalizados, que incluyen la detención y envío de niños a centros de “reeducación”, las movilizaciones no solo se mantienen sino que se expresan con crecientes y atrevidas exigencias de libertad y contra el régimen de teocrático de los ayatolás.

Las protestas en China son particularmente relevantes, justamente cuando Xi Jinping promueve nacional e internacionalmente sus propias referencias y concepciones sobre derechos humanosdemocraciaseguridad y desarrollo, ya con una década en el poder, recién asegurados cinco más en el XX Congreso del Partido Comunista Chino, rodeado de dirigentes que le son cercanos,  sin sucesor a la vista y venciendo los contrapesos posmaoistas del muy peculiar régimen de gobierno del Partido. Mientras tanto, las más grandes democracias consideran a China un “rival sistémico” con disposición y capacidad para alterar el orden internacional, y  el presidente Xi Jinping ha reiniciado sus contactos internacionales en persona –como en la Organización de Cooperación de Shanghai, en el G-20 y el Foro de Cooperación Económica Asia Pacífico– y con otros líderes internacionales.  En cada ocasión se ha evidenciado el reconocimiento internacional de China como potencia y también la intención, compartida en los encuentros de Xi con Joe Biden y Emmanuel Macron, de no escalar tensiones cual “nueva guerra fría”.

Con todo, en medio de sus avances internacionales –por aciertos acumulados, pero no sin errores y omisiones propios y ajenos– el régimen chino no escapa a las conmociones del entorno interior y exterior. Las protestas, tan intensivamente reportadas y analizadas en estos días, son significativas por su desafío a la hipervigilancia y su perseverancia y extensión a varias grandes ciudades. También lo son por el conjunto de factores que las han provocado y por sus efectos y posibles consecuencias. Ya en otros ámbitos ha habido protestas, como ante la crisis inmobiliaria y el bloqueo de depósitos de ahorros, o las más atrevidas políticamente en los días previos al XX Congreso. Todas han sido manifestaciones reveladoras de mucho malestar porque ocurren en una sociedad sujeta a sofisticados y severos controles políticos. Las actuales lo son más porque, a partir del rechazo a los aislamientos masivos de la política “Covid Cero”, han desafiado más abiertamente al gobierno: con sus hojas en blanco, pero también con mensajes de reclamos de libertad y hasta contra el propio Xi.

No se trata, ni mucho menos, de la fractura del régimen chino, pero sí de la conjunción de condiciones que complican los planes de de Xi Jinping sobre “el socialismo con peculiaridades chinas de la nueva era” o, en términos más ambiciosos “el regreso de la gran nación China”. Algunas de esas complicaciones pueden aproximarse en tres conjuntos de argumentos recogidos en varios de los muchos artículos recientes que hablan no solo de las presiones sino de las limitaciones de los autoritarismos para responderlas.

La prolongada y empobrecedora política Covid Cero contrasta con la adaptación de medidas en el resto del mundo para alcanzar razonable normalidad. Detrás de esto se revela lo incompleto e ineficiente del régimen de vacunaciones y el temor al desbordamiento de instalaciones hospitalaritas insuficientes. Como ha escrito recientemente Paul Krugman sobre los resultados de las sofocantes medidas de aislamiento colectivo impuestas cada vez que son identificados nuevos casos: tras la celebrada eficacia inicial de la estrategia china, no hubo ajustes ni atención a las críticas, lo que evidencia una de las grandes debilidades de los regímenes autoritarios en lo de “admitir sus errores o aceptar evidencia que no les guste”. Esa debilidad aumenta cuando el líder se rodea solo de aquellos que le son incondicionales, que así cancela el debate franco y reduce la consideración de alternativas. Con todo, la movilización sostenida está obligando a flexibilizar las cuarentenas, y las razones no son solo políticas.

La respuesta gubernamental a la doble presión del control de la pandemia y de las movilizaciones es compleja para un liderazgo cuya obsesión por la seguridad puede resultar muy costosa, como lo evalúa  Stephen Roach. El discurso político ha evitado referirse a las protestas y la fuerte actuación policial que los sofoca parece estar evitando excesos que pudieran alentar otro Tiannamen. Lo cierto es que “a medida que cae la productividad y se estanca el crecimiento de China” –concluye Roach– “no está claro quien se atreverá a decir a Xi una muy dura verdad: que su obsesión por la seguridad está debilitando la fundamentación económica de la que dependen las fortalezas de su país [y de su gobierno]”.

Finalmente, añádase lo que sobre la relación entre el crecimiento económico de China y su perfil político interior y exterior ha recordado recientemente Javier Solana. Xi ha cerrado el capítulo del gradualismo, la flexibilidad ideológica y la discreción internacional que alentó el mandato de Deng Xiao Ping –mantuvieron Hu Jintao y Jiang Zemin– y propició el ascenso económico de China, con altas tasas de crecimiento que alcanzaron varias veces más del diez por ciento anual. La centralización, ambición internacional, control y fortalecimiento del perfil ideológico que impulsa Xi Jinping rompe con esas tres notas y pudiera dificultar no solo el cumplimiento de la ya ajustada meta de una sociedad moderadamente próspera, sino el ritmo de crecimiento económico del que tanto ha dependido la fluidez de la gobernabilidad totalitaria.

En suma, sobran razones para tener en cuenta las grietas de los autoritarismos, especialmente en sus expresiones totalitarias, pero también para defender y cultivar las fortalezas de las democracias.

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