Y así vamos, luego de dos largos meses de cuidadosa cuarentena, marchando y avanzando a ritmo seguro en una espiral de autodestrucción, en la que ya no es solo el infame virus el que amenaza nuestro bienestar, sino también las acciones y omisiones del desgobierno, y también las nuestras como ciudadanos, las que comprometen sin excepción nuestro futuro inmediato.

Hemos advertido reiteradamente desde esta tribuna que la cuarentena no es un fin, sino más bien una herramienta para evitar el desbordamiento de un sistema de salud –que en el caso de Venezuela va más allá de lo precario–, pero que en todo caso, cada día del costoso confinamiento tendría que utilizarse de la forma más eficiente posible para idear una ruta de salida al drama de la pandemia, que nos permitiese retomar actividades bajo un nuevo esquema u orden de funcionamiento social.

En contravía a la búsqueda de soluciones, el desgobierno asumió el camino fácil solo para ellos, la ruta del indolente y del indiferente, prolongando por segunda vez el estado de alarma y la consecuente cuarentena, manteniendo el país funcionando a marcha mínima e ignorando las terribles consecuencias que se derivan de esta extensión para la inmensa mayoría de los venezolanos, esa abrumadora mayoría que vive de su esfuerzo diario, donde no se trata solo de los más tradicionalmente vulnerables que son los trabajadores y empleados, sino también ya en este caso de una economía que ya transitaba una tormenta, a la savia que permite esa frágil operación, que son los pequeños y medianos emprendedores, para quienes continuar la parálisis no es una opción, sino más bien la visión de un porvenir catastrófico.

Con la mera prolongación de la cuarentena, sin asomar siquiera un plan de acción para avanzar, el desgobierno, como siempre, en su política de sobrevivir un día a la vez, privilegia su elemental subsistencia aprovechando la pandemia como excusa para incrementar y acelerar su estrategia de debilitamiento y control social, procurando mantenernos como mansos corderos en nuestras casas, esperando por el milagro de una vuelta a la normalidad que en el mejor de los casos, nunca será como la que conocimos hasta el pasado 16 de marzo. Peor aún, desde Miraflores desprecian la capacidad de la sociedad venezolana para organizarse y convivir bajo nuevas reglas de interacción, pasando por alto la extraordinaria oportunidad de apelar a la responsabilidad del ciudadano para consigo mismo y con su entorno, educándole para el inmenso reto que supone convivir bajo un nuevo esquema hasta ahora desconocido.

Pero el desprecio del desgobierno por la capacidad del venezolano es justo lo que ha ocurrido por más de dos décadas, pues su modelo solo cree en el asistencialismo y en el ciudadano dependiente y mendigo de un Estado proveedor todopoderoso, cuando la realidad es que ese Estado está quebrado e imposibilitado de suplir las mínimas demandas; y he allí donde estamos fallando colectivamente, pues ante las dramáticas circunstancias nos estamos comportando como testigos pasivos de lo que ocurre y no como directamente afectados de nuestra propia conducta y de la de quienes ejercen el poder. Por ello, estamos obligados a reaccionar, presionando por la reactivación del país, pero con un estado de conciencia y responsabilidad elevado a un nivel al que no hemos manejado nunca antes.

El camino que hay que seguir es claro, pero requiere de nuestro compromiso irreductible para presionar desde abajo, desde la base del ciudadano común hacia arriba, hacia el poder, para que cambien las circunstancias. Como en pocos países, ya hemos demostrado nuestra capacidad para asumir responsablemente el necesario uso de mascarillas o barbijos, no solo para evitar ser contagiados, sino también para evitar contagiar a otros. Pero el compromiso va más allá, pues también debemos mantener distancia los unos de los otros, pues la clave es la distancia social, al menos hasta tanto se cree una vacuna que nos inmunice del covid-19. Lo contrario es seguir avanzando en fila india con la mirada perdida, dando largas a una agonía que solo conduce a lo inevitable que es nuestra autodestrucción.

En algún momento, por un tiempo razonable, aplanar la curva de los contagios haciendo uso de la cuarentena como herramienta ante lo desconocido, era más que razonable; sin embargo, a estas alturas ya es de lejos más que irracional, pues ya sabemos de sobra que el virus es altamente contagioso y que por lo pronto no hay cura, por lo que la única medida, la clave, es la distancia social. ¿Por qué entonces seguir en lo mismo y no aprovechar el tiempo para promover una nueva forma de comportamiento y de medidas que aseguren una distancia segura? Cada día que pase sin que se aproveche el tiempo en esa dirección, es un paso más hacia la autodestrucción de un país ya desolado. Por ello, apelando a nuestro más elemental instinto de supervivencia, debemos reaccionar y presionar desde nuestro propio espacio, cualquiera que sea, para avanzar hacia una nueva etapa, la de la salvación.

En nuestras manos como ciudadanos comunes y corrientes, está la elección entre seguir el camino de la autodestrucción o la de embarcarnos en el camino de la salvación, y desde este espacio nos anotamos decididamente en la de salvarnos a toda costa.

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@castorgonzalez

 


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