Etiam si omnes ego non… Aunque todos participen, yo no. Con esta frase le aseguraba Pedro a Jesús de Nazaret, en el Getsemaní, que no lo abandonaría (Mt 26, 33). Hay un uso de la sentencia, no obstante, que le dio el relieve político con el que se la suele invocar hoy: el barón Philipp Freiherr von Boeselager la hizo pintar en el frontispicio de su castillo en Renania. Dicho así, pareciera carecer de importancia; pero habría que decir que Von Boeselager estuvo involucrado con el coronel Claus von Stauffenberg en el atentado contra Hitler el 20 de julio de 1944. Desde entonces, se recurre a ella como una máxima moral para afrontar regímenes despóticos.

Con este mismo espíritu, la encontramos en Yo no, de Joachim Fest. Más que narrar la historia de la familia durante la adolescencia del autor, la obra es un homenaje a la moral enhiesta del padre, Johannes. El lector no encontrará en las memorias de Fest, sin embargo, un catálogo de acciones temerarias contra la omnipresente maquinaria nazi de muerte; allí solo hay un padre que enseña a sus niños a resistir con dignidad el embate corruptor tan propio de los totalitarismos. Uno de los momentos conmovedores del relato es, precisamente, cuando Johannes instruye a sus hijos acerca de la correcta ortografía en latín de la sentencia bíblica; en aquel momento, los mozos se hacen de golpe hombres y el hermano mayor, Wolfgang, cierra la dura escena descargando con cariño un puño sobre el pecho de Joachim y exclamando: «¡Nosotros contra el mundo!».

Cada miembro de la familia Fest asume a su manera el yo no. Johannes se niega a participar en las actividades de adoctrinamiento nazi; por consiguiente, es destituido del cargo de director de escuela pública y vetado para la enseñanza privada. En poco tiempo, llega la ruina económica. Joachim y sus cuatro hermanos deben peregrinar de colegio en colegio, sufriendo ser expulsados por no pertenecer a las Juventudes Hitlerianas. En aquella Alemania, no había ciudadanía posible fuera de los corrales ideológicos del nazismo. Elisabeth, la madre, tiene que sobrellevar la más difícil de todas las posibilidades de resistencia: sufrir en silencio y con entereza la merma del futuro familiar.

A menudo, el padre se ve precisado a ejercer el mando en situaciones extremas que provocan no pocos roces familiares. En un ambiente donde la supremacía política terminaba por abolir la autoridad del pater familias, Johannes está decidido a ejercerla de tal manera que el totalitarismo no pueda irrumpir en su casa y desintegrar a su familia: «Un Estado que convierte todo en una mentira no debe entrar en nuestra casa». Así, un día corre a empellones a unos zagalones que han venido por sus hijos a fin de reclutarlos para las Juventudes Hitlerianas, muy a pesar de la madre estremecida de miedo; en otra ocasión, decide partir en dos el turno de la cena, separando a los más chicos de modo que no pudieran enterarse del curso trágico de los acontecimientos. Cada decisión del padre es un blasón contra el despotismo nazi, que entrañaba insospechados riesgos.

El rasgo, no obstante, más hermosamente trabajado en la obra es el del padre que inculca a los chicos el más duradero de todos los modos de resistencia: el cultural. El mundo de los Fest está poblado de libros. Johannes, durante años, leyó a sus hijos antes de dormir; después apagaba la luz y comenzaba lo mejor: en la penumbra, los niños hacían preguntas que él respondía con solícito afecto. Joachim dirá, siendo ya adulto, que aquel recuerdo marcaría a fuego en él la noción de hogar. También el del progenitor que lo recompensaba con un marco por cada diez poemas aprendidos.

La asunción del yo no como método de resistencia al despotismo, sin embargo, depararía a la familia una luctuosa circunstancia. El padre y los dos hijos mayores fueron llamados a alistarse en la Wehrmacht en funciones de tropa sustituta durante los tiempos conclusivos del nazismo. Wolfgang, el mayor de los hermanos, murió de pulmonía a consecuencia de la brutal torpeza de los oficiales; Joachim terminó apresado por los americanos, y Johannes fue a dar a un campo de concentración ruso donde perdió casi cincuenta kilos. Al cabo, volverían a reunirse en Berlín, pero nunca más serían los mismos.

Cuando uno termina de leer las memorias de Joachim Fest, tiene la certeza de que ha hecho un viaje inusual. Pocas veces la lectura de un libro es una excursión hacia la dignidad humana como en el caso de Yo no. La textura narrativa de la obra es dolorosa y, sin embargo, no hay rastro de resentimiento alguno. La nota final es casi una amnistía, sintetizada en una frase que dice mucho del talante intelectual del autor: «El pasado es siempre un museo imaginario». Si bien la llave que abre dicho museo es la memoria, Fest nos recuerda que esta se encuentra subsumida a los caprichos de la voluntad; por tanto, solo mirando con indulgencia el ayer es posible reconstruirlo dentro de los límites de la verdad. Incluso en esto fue fiel a su yo no.


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