Nacer es ganar una apuesta inesperada en la fabulosa lotería de la vida. Somos producto de una inconmensurable sucesión de hechos casuales: la fusión de un espermatozoide (entre millones de ellos) con un único óvulo fértil presente en el momento de la ovulación, en un eventual apareamiento de nuestros padres, cuya existencia, encuentro y unión es también el resultado de una inmensa cantidad hechos previos, con la singularidad de que si un solo de esos hechos, aún el más insignificante, no hubiera acaecido tal como ocurrió, no habríamos venido a la vida y habría otra persona en nuestro lugar. Sin duda, nacer es un privilegio, un prodigio que debe ser estimado en toda su trascendencia.

Porque nacer es tener la oportunidad de atisbar el universo, aunque solo sea en una mínima parte de su grandeza, es poder residir en la tierra y apreciar sus maravillas, delicias, placeres y pesares, es tener la extraordinaria suerte de materializarse, de salir de la nada infinita e ingresar en la realidad y la temporalidad, donde todas las cosas suceden. Significa, en fin, poseer conciencia, pensamiento y sentimientos que son las más altas potestades logradas en el largo y grandioso proceso de la evolución universal. Esas facultades, exclusivas del ser humano le permiten intuir la existencia de realidades situadas más allá de lo eventual, transitorio y perceptible, como Dios, el alma y el más allá.

Hegel decía: “Lo real es racional y lo racional es real”, sentencia que yo interpreto de la siguiente manera: si lo que vemos, oímos, sentimos y palpamos (la realidad) es racional, ¿por qué lo que no vemos, no oímos, sentimos ni palpamos (lo imaginado), pero que para nuestro entendimiento es totalmente racional, no habría de ser igualmente realidad?

Podríamos preguntarnos si el universo, el mundo y todo lo demás existen por sí mismos. ¿Si no hubiera testimonio de la existencia de todo eso, porque nadie lo viera ni lo pensara, igualmente existirían? La ciencia nos diría rotundamente que sí, porque transcurrieron millones de años sin la presencia del hombre en la tierra, único ser pensante conocido, y durante ese tiempo se verificó el acto de la creación y de la posterior evolución del universo.

El hecho de que la energía y la materia (que cada día más parecieran ser la misma cosa), que estaban totalmente difusas en el acto de la creación del universo, hayan podido estructurarse y organizarse mutuamente en sucesivos procesos de creciente complejidad para dar origen a todo lo existente, incluido el ser humano, para que a través de éste ella misma (la materia) pueda pensarse a sí misma, tener conciencia de su existencia y buscar su razón de ser es, definitivamente, el más grande prodigio de la creación del universo y de su posterior evolución.

Por lo pasmoso que resulta para la inteligencia humana el misterio de la creación y de la evolución es por lo que se hace imprescindible para el hombre creer en la existencia de Dios, del alma y de algo situado más allá de su vida, porque sin esas convicciones resultaría incomprensible el fabuloso despliegue, por miles de millones de año, de tanta grandeza y perfección sin una razón y sin un propósito. Si hubo una creación, necesariamente tuvo que haber un agente Creador y si hay una evolución, Alguien tiene que dirigir ese proceso.

Pero volviendo al punto inicial de nuestro escrito: si no existiera ese algo más allá que intuimos, imaginamos y creemos, la vida como experiencia, como breve atisbo a la grandiosidad inabarcable de la realidad, ¿no sería en sí misma suficiente recompensa? Creo que sí. La conciencia y el pensamiento deberían estar abiertos a este tipo de razonamientos. Lo ordinario y habitual no debería impedirnos el vuelo de la imaginación y del pensamiento para captar la grandiosidad de la existencia. La mayoría de las personas pasan por la vida sin plantearse estas cuestiones, lo que es una lástima y un lamentable resultado de la superficialidad con que se suele tomar la vida cuando no se reflexiona sobre ella. La educación, en sus diversos niveles, debería ocuparse de estimular en los niños y en los jóvenes el hábito de pensar y razonar sobre las grandes incógnitas de la vida para neutralizar en lo posible la banalidad de la vida moderna.

 


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