Cuando hace apenas un decenio, o incluso menos, aún abundaban los que, al referirse al nefasto sistema establecido en Venezuela por Chávez y su grupo, sostenían con convicción aquello de «Pero no todo es malo», a quienes afirmábamos lo contrario, y seguíamos a la sazón constituyendo el mismo minoritario segmento de la ciudadanía —variado en términos tanto etarios como ideológicos— que a finales de la década de los noventa del pasado siglo comenzó a advertir sobre el enorme riesgo que supondría el ascenso al poder, primero, y la prolongación de la permanencia en él, después, de esa camuflada ralea, nos ocupaba en parte la ardua y agotadora tarea de tratar de convencer a tal mayoría de que no era eso más que una tranquilizadora ficción, pero no fue este empeño sino el peso de la realidad lo que acabó por pulverizar del peor modo, y de manera tardía, tan perjudicial creencia.

La ingenuidad, el infantilismo, la pertinacia, la soberbia y otros indeseados factores confluyeron antes y entonces hasta concitar un mal, por conducto del «dejar hacer» en el que se tradujeron, que ha arruinado en todos los sentidos a la nación y ha segado además miles, si no millones, de vidas humanas. Y esta sí es una verdad como un templo, aunque no de Perogrullo, ya que no es necedad el repetirla una y otra vez, por doloroso que ello resulte o pese a las incomodidades que cause.

Sea lo fuere, ante algo semejante, en cualquier otro lugar del orbe, podría quienquiera señalar, con muy pocas probabilidades de terminar equivocándose en su propio contexto, que no hay forma de no aprender tan dura lección y que la única consecuencia lógica —y obvia— de tal aprendizaje es una monolítica unidad; una por cuyo medio es posible enfrentar y vencer un mal así, aun cuando la estrategia más efectiva para lograrlo en cada caso pueda ser distinta de las adoptadas en otros similares. El problema es que los venezolanos del distópico ahora descrito no lo estamos padeciendo en ninguno de esos lugares sino en el reino de las —aparentemente— eviternas disensiones y de la generalizada carencia del sentido de la conveniencia, esto es, en Venezuela.

En lo que a la lucha por la libertad respecta, ello ha sido quizás exacerbado tanto por el erróneo entendimiento de lo que significa una unidad de ese tipo como por el influjo de quienes, comprendiéndolo, no son capaces de sumar en virtud de su falta de grandeza de espíritu y de pragmatismo; ambos requeridos para promoverla y actuar dentro del marco resultante. Y si bien en relación con lo segundo no puede la sociedad hacer otra cosa, si decide ser inteligente, que privar a tales actores de los apoyos que siempre buscan con miras a la ganancia de terreno en la política o en la opinión pública en general, lo primero sí puede y debe ser transmutado en una mejor noción de unidad.

Para esto, en primer lugar, hay que entender que la unidad, en el contexto de nuestra lucha, no implica algo así como hacerle la tarea a un determinado «líder» o grupo, para que de esta forma se haga a su vez con el poder, sino hacérsela a Venezuela para que pueda haber nuevamente en ella un tablero de juego en el que todos los venezolanos, y quienes deseen contribuir junto con nosotros a la consecución de un auténtico desarrollo nacional, podamos cooperar y competir con reglas sencillas, claras y justas, y dentro de un Estado de derecho que sea sinónimo de libertades plenas.

Debe comprenderse asimismo que tampoco implica el empeño de principio alguno si los que guían las propias actuaciones son compatibles con la libertad, la justicia y el amor a los hijos y a la patria; los principales principios rectores de una proba conducta y, por tanto, aquellos a los que debería subordinarse cualquier otro, máxime si lo que se sopesa a luz de todos ellos son potenciales acciones de lucha contra la tiranía, la opresión, la esclavitud.

De modo similar, no significa tal unidad la adopción de un pensamiento único, por cuanto esto solo conduce a la tiranía, a la opresión, a la esclavitud. Por el contrario, se trata ella de la suma de los autónomos compromisos de aceptación de lo que por consenso se erija en el conjunto de la estrategia y de las acciones de lucha con las que se procure la materialización de una muy diferente realidad; una que se fundamente en la diversidad de ideas, preferencias e intereses.

Se trata también de una mancomunidad de esfuerzos que en modo alguno entraña una suerte de obligatoriedad de «querer» o «llevarse bien» con todos, por cuanto debemos ser capaces, como ciudadanos y adultos que somos, de trabajar con los demás, para el logro de un trascendental objetivo común, a pesar de las diferencias personales y de las animadversiones.

Todo esto debe tratar de entenderse en tan cruciales momentos, y además conseguirlo la inmensa mayoría de la ciudadanía venezolana para que deje de verse en la infructuosa súplica a minorías miopes y con cortedad espiritual el medio para el logro de una necesaria unidad —lo que responde a la pregunta que intitula este artículo—. Y al igual que esto, es menester que los que una vez más están convocando a la construcción de una ruta común comprendan que tal cosa no será posible si la propia convocatoria no es deslastrada del sectarismo, la exclusión y la mezquindad que, de manera consciente o no, la ha guiado hasta ahora.

La libertad y todo lo relacionado con Venezuela son asuntos que nos conciernen a todos los venezolanos, y nadie, indistintamente de la coyuntural posición que ocupe, puede arrogarse el monopolio de la venezolanidad o del «amor» a nuestra patria.

@MiguelCardozoM


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