Aun a riesgo de padecer los rigores del destierro al que conducen los llamados de atención en los que los más solo ven iteraciones molestas de molestos tiquismiquis, tiempo ha que vengo insistiendo en la necesidad de reconocer las carencias, las debilidades y los aspectos menos luminosos de nuestras cultura e idiosincrasia, y de actuar en consecuencia, esto es, de hacer los enormes y prolongados esfuerzos conjuntos que se requieren para comenzar a impulsar unos cambios que, muy probablemente, implicarán décadas de trabajo continuo y transversal con una visión de construcción intergeneracional más allá de la urgente lucha por la libertad —el primer imperativo y la mayor de las tareas pendientes de la sociedad venezolana de hoy—.

En tal reconocimiento, en cuanto punto de partida, la abierta consideración de las compulsivas atribuciones devenidas en hórrido y malsano rasgo social, y de los muchos y generalizados prejuicios que en gran medida han determinado las direcciones, los tonos y los matices de la dinámica relacional de los venezolanos es clave, máxime porque constituyen estos, junto con los más variados principios, valores y creencias, buenos y malos —por emplear cómodos términos—, el núcleo alrededor del cual orbitan los otros elementos que componen la venezolanidad, y también porque el terreno de las banalizaciones, malentendidos y persecuciones al que llevan es el de las movedizas arenas para las oportunidades de todos, pues en un contexto moldeado por aquellos, aunque las apariencias hagan creer lo contrario, jamás hay ganadores. En sociedades en las que, por ejemplo, la huida es un extendido desiderátum, y no solo por el peso de infames yugos dictatoriales, nunca los hay a largo plazo.

En efecto, las consecuencias emocionales de las tergiversaciones, las desfavorables opiniones sobre lo que poco o nada se conoce, la inquina colectiva que de manera injusta se ceba en lo que no se desea entender ni aceptar por ser «distinto», entre muchas otras cosas, acaban convirtiéndose en causas de pérdidas cuya inconmensurabilidad a menudo se alcanza a comprender cuando es muy tarde para dar un paso atrás y evitar el daño, y en el caso de Venezuela, aunque las razones de su partida para no volver fueron otras, a saber, el ser ignorado en su desesperación, en sus mayores angustias, basta recordar la figura del colosal Andrés Bello para comprender lo que aquellas podrían significar y preguntarnos de cuántos Bellos está dispuesta a prescindir en el summum de la irresponsabilidad esta sociedad, sumándolos así a la longuísima lista de los perdidos en casi dos centurias republicanas —sin pretender con ello establecer paralelos, por cuanto Bello es único y siempre será una de las cumbres nacionales—, antes de hacer de la sensatez un compartido imperio.

Sea lo que fuere, casi ningún incentivo se necesita en el país para transitar el camino de las atribuciones y los prejuicios —uno en el que se corre el riesgo de apartarse de la libertad y, por consiguiente, del desarrollo— que suele empezar en lo «banal», en los «pequeños» errores de apreciación y las equivocadas creencias que de inadvertido modo le dan forma a esa cosificación del «otro» de la que los más terribles males pueden derivar, por lo que el actual marco venezolano de distorsiones únicamente ha proporcionado una tácita «justificación» para transformar algo de por sí muy arraigado en la nación en este permanente estado de exacerbado odio que se alimenta de cualquier figuración que sirva para mantener un nocivo paroxismo rayano en la adicción.

Así, verbigracia, naturales inclinaciones como la procura de instantes de felicidad o el autocuidado dan en esta distópica Venezuela pasto a la maledicencia de quienes, no pocos, ven en una sonrisa, en las pequeñas alegrías o hasta en la salud mantenida con grandes esfuerzos y mayores dosis de creatividad, dada la magnitud de la devastación producida por el delincuencial régimen que oprime a los venezolanos, lo opuesto a lo que de hecho se encuentra en las coordenadas de aquel deber ser que tan lejos está ahora de nuestra realidad. Y sobran los ejemplos, a cuál más revelador, de una indeseada faceta de amplios sectores que han sabido explotar los enemigos de la libertad, puesto que su principal sostén aquí, el que incluso le da estabilidad al solio de armas sobre el que feliz descansa su usurpación, es el amorfo conjunto de fragmentos sociales al que ha reducido ella a la nación.

Más allá de lo coyuntural y de cómo esto ha agravado el problema en cuestión, se trata este, como señalé al principio, de uno cultural e idiosincrásico con soluciones en las que lo definitivo se vislumbra en un horizonte lejano, pero considerado el asunto desde la anterior perspectiva, siendo esa debilidad de la sociedad venezolana la más importante fortaleza de sus opresores, ¿qué sucedería en esta hora si, con un auténtico sentido de la conveniencia, se decidiera apartar aquel tósigo elaborado a partir de una antiquísima tara, ese opio cuyo consumo en ingentes cantidades estos fomentan de manera subrepticia por su propio beneficio, y con ello los mentales diques que han mantenido nuestra república como un proyecto inconcluso?

¡Feliz Año Nuevo!

@MiguelCardozoM


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