La presentadora de TVE, Silvia Intxaurrondo, ha llamado a movilizarse en las calles contra lo que considera un «atropello antidemocrático» / Foto ABC

Todos los populismos se parecen y, en uno de los rasgos más inquietantes de los procesos de degradación democrática, convergen en la crítica a la prensa libre y la judicatura desde el poder político. En España, el uso del término «lawfare» era residual hasta que Podemos lo introdujo en la conversación pública como un instrumento de deslegitimación del orden constitucional. Atentar contra uno de los pilares de la democracia era una estrategia exclusiva de los de Iglesias y las grandes formaciones políticas con arraigo institucional, así como las grandes cabeceras periodísticas, supieron censurar esa temeraria deriva. Sin embargo, el acelerado proceso de erosión política promovido por Pedro Sánchez y sus aliados ha creado un marco totalmente inédito en nuestra cultura política en el que una parte no menor de la izquierda ha creído oportuno deslegitimar cualquier discurso crítico que intente fiscalizar al poder gubernamental.

La ruptura de ciertos límites nos sitúa ante un contexto peligrosamente inédito. En las últimas horas no sólo hemos visto a periodistas solicitar desde la televisión pública intervenir el poder judicial o los medios de comunicación, sino que incluso profesionales de la comunicación se han abandonado a un explícito ejercicio de activismo para denigrar a aquellos medios que publican información veraz que puede comprometer los intereses del Gobierno. El grueso de la información publicada sobre la trayectoria profesional de Begoña Gómez no sólo es esencialmente veraz, sino que cualquier medio o el propio presidente podría desmentir toda imprecisión o eventual falsedad. Independientemente de cuál sea el curso legal de las denuncias que atañen a la mujer del presidente, el derecho a la información está protegido por nuestra Constitución y deslegitimar a los medios no afines, a los que Sánchez ha descalificado al denominarlos «fachosfera» o «galaxia digital de ultraderecha», constituye un intolerable ataque al pluralismo político e informativo.

Resulta mucho más inquietante el manifiesto promovido por periodistas en el que se denomina golpistas a jueces y compañeros de profesión. Que profesionales de la comunicación se permitan afirmar que hay un «intento de subvertir la voluntad popular expresada en las urnas mediante medios ilícitos» es un hecho de extraordinaria gravedad y crea un peligroso precedente. Este marco resulta inédito en el contexto europeo y difumina más allá de lo verosímil los márgenes entre el periodismo y el activismo militante. Que esta iniciativa esté firmada por periodistas que trabajan en la televisión pública como Silvia Intxaurrondo y otros periodistas de trayectoria contrastada es una prueba más del insólito deterioro al que estamos sometiendo a una de las instituciones esenciales en cualquier democracia. La acusación entraña una enorme gravedad y se asienta sobre una pura cobertura al poder político fruto de la ceguera ideológica.

La diversidad editorial no es un lastre ni un mal que debamos tolerar, sino que constituye un patrimonio esencial en las sociedades libres, además de ser un valor superior de nuestro orden constitucional. España necesita que existan medios confiables, de distintas corrientes ideológicas, que sean capaces de disentir con lealtad, pero que respeten de forma prioritaria el derecho a la información, la crítica veraz al poder y un escrupuloso apego a los hechos. Frivolizar con el uso de conceptos como el golpismo constituye una peligrosa irresponsabilidad, sobre todo cuando este discurso fanatizado está impulsado por una profesión que está llamada, precisamente, a proteger, custodiar y promover nuestra convivencia democrática.

Editorial publicado por el diario ABC de España


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