La preocupación de las naciones desarrolladas para atender la crisis del covid-19 contrasta con la actitud de otros países que, partiendo de su propia y poco confiable data, presumen de control y seguridad, casi de privilegiada inmunidad. Las primeras tienen conciencia de la magnitud del problema y de las consecuencias inmediatas y a futuro; en los segundos parece primar un cálculo cortoplacista y autosuficiente.

En acto de responsabilidad, con cierta tardanza en algunos casos por manejo inseguro de la información, muchos países están atendiendo dos frentes básicos: el de la pandemia misma y el de sus consecuencias para la economía y la vida diaria de la gente. Pueden mostrar acciones concretas en los campos de detección y atención médica inmediata, además de un renovado y acelerado trabajo de investigación para el control definitivo de la amenaza. Paralelamente, trabajan para atender el reto de abrir paulatinamente espacios y posibilidades a la actividad económica y de recuperar la normalidad de la convivencia social. Los más avanzados están pensando desde ahora en la dimensión de los cambios y en la manera de sacar provecho de las oportunidades de crecimiento que traen consigo.

Historiadores, analistas de la conducta humana, pensadores, economistas, todos apuntan al cambio que ya llegó. Se preguntan por la globalización: ¿está resquebrajada o tenderá a fortalecerse en la medida en que crece la conciencia de cómo trascienden fronteras tanto los problemas como las soluciones, tanto la pandemia como su control? Se preguntan también por la tecnología y su capacidad dual: para atender las necesidades humanas y también para generar otras nuevas, para difundir información cierta y para abrir espacios a la especulación, el falseamiento y la manipulación, para eliminar puestos de trabajo en algunas áreas o para abrir nuevos campos a la actividad humana.

La experiencia de semanas o meses de aislamiento, de pérdida de libertad de movimiento, de trabajo y escolaridad en casa, de nuevas actividades y nuevos aprendizajes, de formas novedosas de acercamiento social se prolongará en el futuro con cambios en el comportamiento humano y en el concepto de instituciones como la escuela, los centros de trabajo y de recreación. El propio hogar puede haber adquirido un nuevo significado como espacio donde aprender a equilibrar las necesidades y obligaciones personales y familiares con las de la vida laboral.

En Venezuela el manejo de la crisis no se ha dado de la misma manera. Funciona la política del tapabocas para ocultar la información, darla con cuentagotas, direccionada y camuflada. Los contagios, dice la información oficial, se producen básicamente por gente que viaja o se dan en una empresa determinada. El regreso desesperado de los migrantes –agobiados por una nueva tragedia que se suma a la que les hizo salir del país- se vende como la feliz vuelta a la patria. Entre tanto, se hace gala de la llegada desde China de un barco cargado con maíz o se comienza a hablar de los bodegones de gasolina, a precio dolarizado. Y hasta se asoma la idea, antes denigrada y ahora salvadora, de privatizar, pero con una gran diferencia: se trata de privatizar algunos sectores, ya inmanejables por el gobierno, para dejarlos en manos de emprendedores “cercanos” con licencia para dolarizar. Es la magia de dolarizar el consumo sin dolarizar el ingreso, de privatizar para privar: privatizar para abrir a algunos la posibilidad de enriquecerse mientras se priva a la gran mayoría de lo necesario.

Los pasos del gobierno están lo más cerca del caos que de la previsión. No se compadecen con la experiencia de otros países que se han tomado en serio tanto el control de la epidemia como la adopción de las medidas necesarias para mantener el vigor de la economía, es decir empleo, producción de bienes y servicios, posibilidades de prosperidad. ¿Cómo hacerlo desde una crisis consustancial al propio modelo?

Frente a las crisis la función de un gobierno responsable no puede ser presumir, sino asumir.

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