Es interesante ahondar en lo que el filósofo Julián Marías llama “las raíces morales de la inteligencia”. Estoy de acuerdo con él en que “sin una considerable dosis de bondad se puede ser ‘listo’, pero no verdaderamente inteligente”. Uno podría aducir que hay gente muy mala que da indicios de una gran inteligencia. Esto puede parecer cierto y pudo haberlo sido en los inicios de una vida o de una carrera, pero el tiempo revela que la inteligencia se atrofia cuando la perversión prevalece. Es aquí cuando Marías preferiría hablar de astucia.

En su artículo «Apertura a la verdad», el filósofo señala que la mayor evidencia de esto es intelectual, pues una inteligencia transida por la bondad de corazón penetra en la realidad con mayor profundidad. Sin cierta “dosis de bondad”, la capacidad de apertura a la realidad se contrae. Es como si la visión de las cosas se redujera por efecto de unas gríngolas. Se torna primitiva, burda.

Cuando se desea conocer realmente lo que son las cosas, trátese de situaciones, personas o procesos, esa dosis de bondad lleva al hombre a abrirse a la verdad, a aquello que “es”, sin prejuicios que pudiesen alterar la percepción. Cuando las intenciones son deshonestas o hay exceso de soberbia sucede lo contrario: el hombre se cierra a conocer la realidad en su amplitud, con todas sus aristas y matices, para manipular después ese trozo de verdad cortado a la medida de su yo. La inteligencia se abre a la realidad y la astucia entorpece este conocimiento, pues limitándolo a la estrechez del interés utilitario, deja por fuera muchos aspectos que le llevarían a apreciar el valor de las cosas con mayor profundidad.

La verdadera inteligencia es humilde. Se abre a los misterios del universo y sabe que todo lo cognoscible la sobrepasa. Por no tener interés alguno en ahondar en lo que las cosas son, el astuto se acerca a las realidades y a las personas para manipularlas, usarlas y dañarlas si esto último supusiera un mayor beneficio para sus intereses. El inteligente sirve a la sociedad; no usa a las personas. No procura dominarlas y eliminarlas de su camino, pues por su tendencia a la apertura ve a las circunstancias y a los demás como ocasiones de aprendizaje y crecimiento. No como obstáculos o peldaños para alcanzar sus logros.

La inteligencia está asociada así a la bondad, al real servicio al prójimo y a la verdad. La astucia, en cambio, a la mentira y al dominio del prójimo: al irrespeto de la realidad en todas sus dimensiones.

Me pareció interesante esta distinción entre la inteligencia y la astucia, porque pienso que hemos sido testigos de los efectos de una soberbia destructora innegable; de un egocentrismo casi que patológico que se ha llevado a todo un país por delante. Los responsables han sido hombres “listos”, “vivos”, “astutos”, pero de una inteligencia limitada, sofocada por los entuertos de la maldad. Hace tiempo que la viveza criolla traspasó la barrera de lo gracioso. Por eso creo que es bueno meditar sobre la relación que tiene la verdadera inteligencia con “una considerable dosis de bondad”, pues una nueva nación nace de la amplitud de miras y de corazón de sus ciudadanos; no de una cerrazón que amenace con seguir manipulando una realidad suficientemente dañada.


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