Uno de los ensayos más conocidos de John Stuart Mill, Sobre la libertad, expresaba la esperanza de que ya hubiera pasado el tiempo en que era necesario defender “la libertad de imprenta” como garantía contra un gobierno corrompido y tiránico; en su ingenua ilusión, Mill creía que ya no era necesario buscar argumentos contra todo poder, legislativo o ejecutivo, cuyos intereses no fueran los del pueblo, y que pretendiera prescribirle sus opiniones y determinar las doctrinas y argumentos que ese pueblo estaba autorizado a escuchar. En este pasaje, Mill no menciona al poder judicial, por la sencilla razón de que éste nunca ha sido concebido para legislar o para dictar pautas de conducta a los ciudadanos. En ese mismo ensayo, este eximio conductor del liberalismo inglés dedicó varios pasajes de su obra a la educación de calidad, rechazando que ésta pueda convertirse en un campo de batalla para las sectas y los partidos, y afirmando que nunca debe ser dirigida por el Estado; de haber vivido en nuestros días, Mill se habría sorprendido de los extremos a los que pueden llegar la ignorancia y la insensatez, mezcladas con el fanatismo y el servilismo. Por supuesto, ninguno de los caudillos del TSJ tiene la menor idea de quién era John Stuart Mill, o ha leído el trabajo al que me refiero; en realidad, si alguno de ellos se hubiera paseado por sus páginas, tampoco lo habría entendido.

Uno de los últimos desvaríos de la Sala Constitucional del TSJ es la sentencia 324, del 27 de agosto de 2019, que intenta darle la estocada final a la autonomía universitaria, forzando la elección de sus autoridades de acuerdo con nuevos criterios, ajenos a la misión de la universidad, y teniendo en cuenta la participación del personal administrativo y obrero. Según el artículo 109 de la Constitución, se reconoce la autonomía universitaria como principio y jerarquía que permite a los “profesores, estudiantes y egresados” de su comunidad dedicarse a la búsqueda del conocimiento, a través de la investigación científica, humanística y tecnológica, para beneficio espiritual y material de la nación. Según esta misma disposición, las universidades autónomas se darán sus normas de gobierno, funcionamiento y administración de su patrimonio “bajo el control y vigilancia que establezca la ley”. Ese es el propósito de la autonomía universitaria: que los miembros de su comunidad, circunscrita por la Constitución a “los profesores, estudiantes y egresados”, puesto que son ellos quienes están involucrados en la generación de conocimientos y en la formación de profesionales, se den sus normas de gobierno, administración y funcionamiento, sujeto al control que establezca la ley, dictada por el órgano legítimamente constituido para ese efecto; es decir, la Asamblea Nacional. Quien dicta las normas de gobierno universitario no son los tribunales, sino esa comunidad de profesores, estudiantes y egresados; esto es, aquellos que se han dedicado a la difusión del saber y a la búsqueda del conocimiento. Por eso, de acuerdo con la citada disposición constitucional, la autonomía universitaria tiene por objetivo planificar, organizar, elaborar y actualizar los programas de docencia, investigación y extensión.

Pero la sentencia que comentamos no tiene nada que ver con la correcta interpretación de la Constitución, o con la función que cumplen las universidades en toda sociedad democrática, sino con el afán de un grupo de aventureros políticos, que ha tomado por la fuerza las instituciones de Venezuela, y que no ha vacilado en recurrir al modelo corporativista del Estado fascista para intentar echarle mano al último bastión que se le resistía: las universidades. Para que el símil sea completo, sólo ha faltado exigirle, a estudiantes y profesores, el “juramento de fidelidad” al régimen, como se hizo en las universidades de la Italia fascista. El siguiente paso será sustituir el Gaudeamus igitur por la Giovinezza.

Que quede claro que no se trata de una manera distinta de poner la búsqueda del conocimiento al servicio de la nación. Se trata de asumir la dirección de las universidades para poner sus programas de estudio, sus proyectos de investigación, su docencia, y sus actividades de extensión, al servicio de un proyecto político fascista. Como temía Mill, por esta vía, se pretende prescribir las opiniones, los argumentos y las doctrinas que los ciudadanos están autorizados a conocer, porque esa es la garantía de un gobierno corrompido y tiránico.

Los redactores de esta sentencia no han logrado captar que la investigación científica, humanística o tecnológica, no tiene nada que ver con ideologías políticas o con planes para perpetuarse en el poder; ellos no han sido formados en los valores de la democracia ni están hechos para el análisis jurídico. Ésta es una insensatez, digna de haberse incluido en el Elogio de la locura. En ese texto, Erasmo hace innumerables referencias al asno tocando la flauta, de la fábula de Ovidio; pero los asnos no están hechos para tocar la flauta, y no se puede esperar de ellos nada que no sea rebuznar.

 


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