La ya famosa afirmación de que “Venezuela se arregló”, sigue trayendo polémica. Esa frase que ha salido de boca de algunos como un eslogan propagandístico y que otros lanzan con sarcasmo, es el mejor testimonio de un país dividido. Nos une un puñado de palabras; pero el sentimiento al soltarlas va en direcciones totalmente opuestas.

Hemos dicho ya que nos anotamos en el segundo grupo. El barniz frágil de conciertos y bodegones no puede esconder a la gente que clama desesperadamente por insulina en las redes sociales, o que desahoga su angustia porque el sueldo mínimo es aproximadamente el 10% de lo que cuesta la canasta básica de alimentación.

Sin embargo, esta discusión –sana, como toda discusión- nos ha llevado a plantearnos la siguiente y obvia pregunta. ¿Venezuela se puede arreglar?

Y la respuesta es que sí. Sin vanos optimismos inciertos, ni con fanatismos de lo imposible. Muy a pesar del profundo daño estructural que ha sufrido nuestra nación en años recientes. Más allá de toda la gente que nos hace falta, porque partió a buscar un destino mejor, que aquí se le negaba.

Lo más trágico de todo esto es que hay personajes en posiciones de poder que saben lo que se está haciendo mal. Saben cómo arreglar al país. Tienen incluso posiciones y capacidades para contribuir a hacerlo. Pero no lo hacen.

Y no lo hacen por terquedad, por juramentos ante una ideología inútil y trasnochada, porque es muy duro reconocer que se equivocaron y las dimensiones del error son catastróficas.

Y este es sin duda el primer paso: un reconocimiento de que hemos transitado un rumbo errado, a contrapelo, que sencillamente no funciona. Que nos hemos juntado con socios que no aportan, pero que sí restan y mucho. Que nos hemos comido la flecha en todo lo que es mandatorio para que una nación prospere, construya un piso sólido y pueda garantizar los derechos fundamentales a sus ciudadanos.

Debe desaparecer el espejismo del dinero inorgánico. La impresión de billetes sin respaldo efectivo de la riqueza correspondiente, es una máquina de crear inflación y ha sido un hábito enterrador de nuestra moneda. Puede ser una estrategia que sirve para ganar elecciones; pero también es una acción extremadamente irresponsable en manos de un gobernante.

Es imperativo poner en manos particulares todas las empresas del Estado que estén dando pérdidas. La reducción del aparato estatal deslastra a la economía de un país y le inyecta potencia para lo que es realmente necesario.

Y aquí viene el otro trago grueso: hay que liberar la economía. Dejar que sus propias fuerzas la autorregulen. Un ejemplo es el accidentado recorrido del dólar en nuestra nación. Se le impusieron regulaciones, se le satanizó y se le persiguió. Hoy se ha llegado al punto de dejarlo hacer; pero esto sucede en medio de un panorama económico exhausto, lo cual hace que sean muy pocos quienes puedan disfrutar de sus beneficios.

Luego, hay que seguir una ruta que restablezca principalmente el valor de la economía privada, tan satanizada y perseguida. De los empresarios y emprendedores, grandes y pequeños, que crean riqueza y empleos, que potencian hacia adelante a sus familias y que son inspiración para que otros sigan su ejemplo y procedan de la misma manera.

Hay que entender que el Estado está allí para guía y dirección, para establecer reglas y leyes; pero jamás para intervenir ni para usurpar roles que corresponden legítimamente a los ciudadanos.

Y en este caso, toca al gobierno un discurso conciliador y verdaderamente incluyente, que reivindique los logros particulares y que vea al ciudadano emprendedor como socio en el objetivo de bienestar, en una relación ganar-ganar.

Este replanteamiento debe atravesar por un paso ineludible: devolver todas las empresas expropiadas a sus legítimos dueños. Ya estamos a suficientes años de distancia de estos episodios amargos, como para reconocer que fueron un error garrafal, quizá el peor cometido en la historia contemporánea de Venezuela.

Las empresas que fueron víctimas de este despropósito menguaron y languidecieron, vieron su productividad desplomarse, e incluso muchas sencillamente cerraron. Se dañó profundamente la vida de propietarios y empleados y lo que es peor, la iniciativa particular perdió la confianza en el país. Se quedó de brazos caídos o buscó otras latitudes para echar adelante, con sus ganas de trabajar.

Y lo que es peor aún, desde el exterior contemplaron incrédulos lo que sucedía y tacharon a Venezuela de sus listas de posibles países para invertir, ante el temor de ser víctimas del mismo despojo.

Reconstruir la confianza no será fácil, como tampoco lo será volver a conquistar las manos que saben hacer el trabajo. Pero mientras más tarde se comience esta tarea, más difícil será ver sus frutos.

 


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