En Armageddon Time de James Gray, los recuerdos lo son todo. En especial, la sensación de nostalgia por tiempos más amables y sinceros. Pero el director no logra que el guion sea el ejercicio evocador que espera y termina por ser un trayecto aburrido y la mayoría de las veces tedioso, sobre la identidad y el transcurrir del tiempo. 

En Armageddon Time, el director James Gray intenta crear una instantánea sobre una Norteamérica que, ahora mismo, resulta lejana y nostálgica. La Nueva York de la década de los ochenta emerge desde una frialdad sobria en medio de reflexiones lejanas. El director y guionista también dialoga sobre el clasismo y el racismo de una manera novedosa. Todo, a través de los ojos de un niño pequeño, que no comprende del todo conceptos semejantes. Además, que deberá lidiar con la conciencia de que el mundo es un lugar la mayoría de las veces desconocido.

El director logra su ambiciosa intención en varias de las escenas más elaboradas del filme. En particular, en las que el país que intenta retratar es una combinación extraña de sus defectos y virtudes. Pero también falla al tratar de suscitar un contexto creíble de visiones dispares de una sociedad en constante transformación. De hecho, en varias de sus escenas, la película mira el mundo como un paraje remoto, protegido por el recuerdo. Uno que el pequeño Paul Graff (Michael Banks Repeta) intenta comprender sin lograrlo del todo.

El argumento, que intenta profundizar en el crecimiento y la pérdida de la inocencia de un país destinado al cinismo, tiene algo de historia íntima. Al mismo tiempo, de un recorrido por una mirada personalísima sobre el gentilicio y el ya tradicional, estilo de vida de Norteamérica. El argumento dibuja los grandes sueños sociales y culturales como un paisaje a través del cual Paul, de once años, debe crecer. También, cuestionarse y al final, tratar de aprender. Todo, desde una distancia casi dolorosa y la mayoría de las veces, fría.

Una mirada deslucida al tiempo y al crecimiento 

“Tu vida debe ser como se espera” insiste su madre, una sobria y elegante Anne Hathaway. Por otro lado, su padre (Jeremy Strong) es una presencia amenazante. Entre ambas cosas, Paul termina por refugiarse en su abuelo (Anthony Hopkins), el único adulto que le comprende. “La vida es lo que es, no puedes pedirle otra cosa”, le recuerda el anciano, mientras ambos miran el inconfundible skyline de Nueva York.

Pero la realidad —futura, extraña y todavía a medio construir— tropezará con Paul, cuando termine por compartir escuela con símbolos de poder norteamericanos. En la célebre Kew-Forrest, Paul de pronto es parte de la historia del país. Después de todo, es el lugar en que se educaron los hijos de Fred Trump (y la referencia es directa e intencionada) y otras tantas personalidades. Paul, que hasta ahora únicamente tenía la intención de ser artista, se encuentra en un hervidero de ambición. A la vez, en una mirada privilegiada sobre un futuro que todavía no conoce, pero del que será testigo, en el futuro.

Se trata, claro, de una cultura en la que la ambición lo es todo. Algo que para el personaje resulta desconocida y que, de hecho, marcará un antes y un después en su vida. Hasta ahora, Paul no tenía una conciencia clara de sobre la forma en que los claroscuros de la sociedad estadounidense podían manifestarse. Mucho menos, de sus aristas más incómodas y extrañas. Pero un colegio que educa líderes le demostrará que hay una Norteamérica que le es desconocida. Una de grandes privilegios, discriminación y al final, los espacios incómodos de una sociedad indiferente.

Por supuesto, el juego de la revisión retrospectiva resulta tramposo por necesidad. Mucho más cuando Gray utiliza a Trump (lo que simboliza el expresidente en la historia) como un punto de partida para reflexiones más profundas. Pero el argumento emplea la ventaja del conocimiento a futuro con tal elegancia que desvirtúa la solidez de la película.

El argumento insiste en usar a Paul como un testigo privilegiado de los cambios de una época de transformaciones. Pero, sus descubrimientos sobre el clasismo y el racismo tienen algo de artificial. Lo que desmerece el esfuerzo de la narración por contar la forma en que el personaje poco a poco pierde la inocencia por el peso de la realidad. Después de todo, la mera presencia del hijo del por entonces empresario es un emblema en sí mismo.

Gray lo emplea con poca habilidad, en específico, cuando intenta vincular la experiencia de Paul a lo que Norteamérica sufrirá en el futuro. Armageddon Time atraviesa varios lugares comunes en dramas sobre el crecimiento y los dolores del autodescubrimiento. Pero Gray carece de la sutileza y también, de la elegancia para que su historia resulte creíble. Al menos, cuando el pequeño personaje debe tratar de ordenar las piezas de información que sostienen la conciencia de un país y sus prejuicios.

Una historia que, al final, no encuentra su punto más poderoso 

Armageddon Time medita sobre la probabilidad de los dolores de Norteamérica, en paralelo a la autoconciencia de Paul. El niño crece y descubre que la Nueva York en la que vive es en realidad un escenario pequeño de una circunstancia mucho más grande.

En medio de la era Reagan, con la década de los ochenta brillando en todo su exceso inocente, el futuro parece promisorio. Solo que no lo es y de hecho, buena parte de la historia anuncia una caída en pequeños desastres pesimistas que no logra relatar con claridad.

Se trata de un recurso singular para construir un segundo discurso en la película, no solo acerca de lo que espera al país, como conciencia colectiva. También, como la mirada de Paul — hasta ahora reducida a la percepción doméstica sobre el bien y el mal — se hará más amplia.

Armageddon Time logra, en sus mejores secuencias, contar a un país desde la inocencia. En las peores, convertirse en una mirada sermoneadora sobre la cultura estadounidense que resulta casi tediosa. Quizás, su punto más bajo e insustancial.


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