De toda la muchachada que formaba parte de Asoedelta había chicas hermosísimas que eran motivo de admiración de muchos de los chicos. Vallita era una de las que engalanaban las reuniones sabatinas en la asociación. Sus ojos, a veces glaucos, otras veces extrañamente de color entre azul y gris creaban una serena admiración en todo el que recién llegaba a las filas de la Asoedelta.

Vallita era dueña de una hermosa cinturita de guitarra que perturbaba y enloquecía a más de uno de los estudiantes universitarios que regresábamos al Delta en vacaciones, sobre todo en el mes de agosto.

Nunca supe en verdad si Yayo logró coronar algo con Vallita, pero no cabía dudas de que Yayo no descansaba un solo día de cortejarla; más de una vez alcancé a escucharle de soslayo cuando le decía frases galantes y expresiones abiertamente seductoras que enrojecían las mejillas de Vallita, aun frente a grupos de tres o cuatro de nosotros. Yayo, así le decíamos cariñosamente, era un chicuelo de unos 23 o 25 años que estudiaba Sociología en la Universidad del Zulia donde también estudiaban la misma carrera otros deltanos como Roger Rondón. Yayo fue, y sigue siendo, uno de mis mejores amigos de toda la vida. Recuerdo que a comienzos de la década de los ochenta viajé con él por carretera desde el Delta hasta Maracaibo a explorar la posibilidad de estudiar en LUZ alguna carrera humanística, no tuve éxito en la consecución del cupo universitario y decidí marchar a la ciudad de Mérida, donde me gradué de historiador.

Yayo no solamente era buen trago sino también un muy buen conversador y gustaba buscar diálogo a los compañeros mayores en edad por aquello de que hay que “al que buen árbol se arrima buena sombra lo cobija”.

Siempre me agradó la actitud de Yayo de querer aprender cosas nuevas e interesantes en el fragor del vivir la vividura del vivir con esa particular ingenuidad del que quiere vivirlo todo de una vez y absolutamente. Siempre ha sido humilde en su afable trato cortés y modoso respeto a sus interlocutores. Creo que aprendió esos valores en su tránsito por las filas de la juventud socialista del MEP por allá en las postrimerías de la década de los años setenta. Roger se distinguía por poseer una labia que le decíamos “pico e’ plata” porque su capacidad de birlibirloque era realmente sorprendente. En realidad, lo de Roger eran más artimañas y mañosidades en el manejo demagógico del lenguaje, que empleo correcto de la palabra. Era astuto y muy diestro en el dominio del eufemismo y la paradoja, y como la mayoría de nosotros leíamos poco se daba aquello de que “en el país de los ciegos el tuerto es rey”. Había de todo en esa especie de arcadia feliz e infeliz según se mire que era la mítica y legendaria Asoedelta.

Recuerdo a tres hermanos de apellido González. Dos de ellos estudiantes universitarios; Salvador y Alexis, ambos a la postre graduados de médicos, uno se extravió por los enrevesados meandros de la atribulada existencia de los juegos de envite y azar, el otro resultó un truhán de dudosa virilidad avecindado en una isla y miembro de lo que se conoce hoy como los “colectivos del terror revolucionario” de la revolución socialista. El tercer hermano (de nombre Argenis) no estudió nunca, tampoco era proclive a la lectura.

Nunca más he sabido de él, solamente que su afición a las bebidas espirituosas y su dogmática ortodoxia en la militancia política del Movimiento al Socialismo de la época de Armando Salazar y Ramón Antonio Yánez lo llevó a anularse como el artista plástico que pudo ser.

La política de baja estofa “molió” a Argenis en el trapiche de la historia. Juan de Mata fue otro de los de nuestra generación que se dejó “moler” por la rueca de la historia. Curiosamente, como rasgo que llama poderosamente la atención. Quienes no quisieron o no pudieron estudiar formalmente, terminaron enrolados como miembros de grupos mercenarios delictivos de la revolución llamada bolivariana. Los marxistas llaman a esos “destacamentos” de desclasados y marginales de la sociedad con el curioso nombre de “lumpemproletariat”.

 


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