La directora del Fondo Monetario Internacional declaró en estos días, a propósito de la guerra de Ucrania, que no cree que habrá un desastre de la economía planetaria pero sí sucederá una fuerte crisis humanitaria en África. No deja de ser curioso que tan docta dama afirme que en la zona más apartada, en casi todos los sentidos, del conflicto bélico sucedan sus peores efectos económicos. No voy a entrar en detalles sobre esa cuestión, tan solo acentuaré algo que indica diáfanamente: estamos tan globalizados que lo que directamente involucra las más poderosas potencias va a golpear, y a hacer sangrar aún más, a los suburbios más míseros del globo. También se puede evocar sobre el tópico las extrañas maneras como rebotan las sanciones de Occidente a la economía rusa: no compra más petróleo ruso, pero no pude el sancionador evitar los desmesurados precios mundiales a los que en adelante debe comprar el imprescindible combustible.

Digo estas muy corrientes afirmaciones para señalar que no sería osado afirmar que más allá de que Putin sea un enfermo, un criminal, y la acción bélica tenga lugar en un delimitado escenario del mundo, es un acontecimiento que involucra a la humanidad, a la civilización global que hemos construido. No interesa, para lo que queremos decir, quien o quienes las hayan desarrollado, pero tenemos un arsenal de armas atómicas suficientes para destruir la especie y nadie asegura que no lo hagamos. El miedo que azota en estos días por doquier es una magnífica muestra de ello. O que solo una parte, posiblemente menos de la mitad, del gasto anual en armas mundial, que es algo parecido a dos billones de dólares, serviría para acabar toda la pobreza en el planeta. De manera que nosotros vivimos sobre una estructura hecha para la guerra o, en el mejor de los casos, una paz que es la perenne preparación para ésta. Y en este sembradío surgen de vez en cuando los Putin o los Padrino para sembrar la muerte y aniquilar la libertad.

Sí, ha explotado una guerra terrible por despótica, desigual, crecientemente cruel contra un pueblo noble y valeroso. Es terrible y casi todos los países, salvo unos cuantos, conducidos por similares en el espíritu tiránico y sangriento, lo repudian en nombre de altos valores éticos. Con razones. Pero olvidamos que, como desde muy antiguo, somos entre otras muchas cosas combatientes activos o potenciales, servidores de los dioses de la guerra.

Habría pues que construir otra estructura social que fuese paulatinamente impidiendo que los hombres se dediquen a matar otros hombres en enormes cantidades. La ONU lo ha predicado en el desierto. Pero esta grotesca y asesina plataforma militar seguramente supone un sustento básico que es la inmensa desigualdad entre los hombres y los pueblos en la posesión de los bienes terrenales y que alimenta ese espíritu bélico. Ya todos sabemos de esa desigualdad creciente. Baste recordar que el equipo que dirige Piketty y la Universidad de Columbia ha señalado muchas cosas, pero bástenos subrayar que el 10% más acaudalado del mundo maneja el 76% de la riqueza y el 50% más pobre solo posee el 2% (año 2021).

Digamos que en el fondo la guerra es la forma más cruel e inhumana de esa desigualdad que es su sostén último.  Y que el mundo de la paz perpetua, como diría Kant, implicaría la igualdad y la fraternidad. ¿Una apuesta desmesurada, imposible a la luz de milenios de historia?


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