En la segunda mitad del tercer canto de Himnos a la noche, de Novalis, la voz poética y su mundo experimentan una metamorfosis ontológica que sobreviene justo antes de la epifanía divina:

«Huyó la maravilla de la tierra, y huyó con ella mi tristeza

—la melancolía se fundió en un mundo nuevo, insondable

ebriedad de la noche, sueño del cielo–».

Desde la óptica del idealismo mágico de Hardenberg, no hay manera de acercarse al misterio y quedar incólume. En su rol de oficiante, la noche nos purifica del dolor antes de la epifanía de la luz. En esta operación, diríamos que mística, la poesía y el amor fungen a guisa de sacramentos que propician tal metamorfosis —por ello, quizás, el filósofo estadounidense David Krell ha hablado de idealismo taumatúrgico en Novalis—. Se prepara el ser, por tanto, para asistir a la revelación de la luz:

«El paisaje se fue levantando dulcemente;

sobre el paisaje, suspendido en el aire, flotaba mi espíritu,

libre de ataduras, nacido de nuevo».

No solo se confirma una metamorfosis del yo poético (que es más una metanoia): «nacido de nuevo», sino que se verifica aquella en tanto que signo de la espiritualización del mundo: «el paisaje se fue levantando dulcemente», aspecto que vamos a encontrar también en Enrique de Ofterdingen, en el río que discurre encima de las cabezas de él y Matilde como símbolo del triunfo del espíritu sobre la materia. En esta atmósfera, se dispone el alma al éxtasis poético para recibir la revelación: «flotaba mi espíritu, / libre de ataduras».

Ocurre entonces la tan esperada revelación de la amada, «sol de la noche»:

«En nube de polvo se convirtió la colina,

a través de la nube vi los rasgos glorificados de la amada

—en sus ojos descansaba la eternidad—».

La epifanía de la amada como vehículo de la luz divina supone una segunda metamorfosis, la del mundo: la estéril colina deviene en nube de polvo, lo cual constituye una codificación metafórica del monte Tabor y la Transfiguración de Cristo (Mt 17, 1-8; Mc 9, 1-8; Lc 9, 28-36) donde «una nube los cubrió [a Jesús, Moisés y Elías y a los discípulos Pedro, Santiago y Juan] con su sombra». Del mismo modo que de la nube taboriana surge un Jesús transfigurado que reflejaba la gloria eterna, de la polvareda emerge el rostro glorificado de una Sophie en cuyos «ojos descansaba la eternidad», expresión que se puede comprender mejor a partir de los fragmentos publicados por Hardenberg en la revista Athenaeum, y en los que aseguraba que la eternidad habita en el interior de cada cual.

La visión de Sophie en la colina implica, como hemos dicho, una metanoia de la voz poética y una metamorfosis del mundo. Me interesa destacar, en esta capacidad procreadora de un renovado ser, el posible antecedente de la noción heideggeriana de poiesis, pues, en el idealismo mágico, la revelación de la luz presupone un hecho estético, el éxtasis poético, y supone otro hecho estético posterior, la espiritualización del mundo por medio de la poesía. En tal sentido, la «iluminación», es causa de un nuevo ser estético, es poiesis.

Una vez frente a la amada, Novalis se une a ella:

«Cogí sus manos y las lágrimas se hicieron un vínculo

centelleante, indestructible.

Pasaron milenios huyendo a la lejanía, como huracanes.

Apoyado en su hombro lloré;

lloré lágrimas de encanto para la nueva vida

–fue el primero, el único sueño».

Las lágrimas a las que alude como «vínculo centelleante» y «lágrimas de encanto» parecieran una clara alusión al salmo 126, 5: «Los que siembran entre lágrimas / cosecharán entre canciones». Son lágrimas de alegría por la visión del ser amado, pero también por «la nueva vida».

Cabe preguntarse, entonces, a qué «nueva vida» alude el verso. En este punto, es necesario regresar a la simbología de la colina devenida en nube de polvo. De entre las varias significaciones teológicas de la Transfiguración, hay una muy concreta: el anuncio de Moisés y Elías sobre «la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén». La voz poética entiende que también partirá y lo deja claro en el inicio del cuarto canto, pero no nos adelantemos, que todavía queda precisar el sentido del verso «pasaron milenios huyendo a la lejanía, como huracanes».

En la citada revista Athenaeum, Hardenberg afirma que «el tiempo es espacio interior», una noción que parece estar imbuida de la concepción kantiana del tiempo, y que en este canto guarda estrecha relación con la relativización de la temporalidad en la eternidad interior del ser.

Hay también una misteriosa alusión al «primero, el único sueño». Se trata del mismo «sueño sagrado» que en el segundo canto alude a la «intuición intelectual» durante el éxtasis poético y que en el tercer canto llama «sueño del cielo», poco antes de la epifanía de la amada: es el ser sueño que veremos en Enrique de Ofterdingen, un ser en el que realidad y sueño son uno solo y que redimensionará «aquel crepúsculo de la verdadera noche» (segundo canto) en una «visión inagotable» (cuarto canto), la eternidad del yo unido a su creador por medio del amor, «porque soy tuyo y soy mío» (canto primero). Este «sueño» (Sophiestraum), leitmotiv de los Himnos, hace del canto tercero el axis mundi de la obra.

Concluye el canto con una declaración programática de fe:

«Y desde entonces,

solo desde entonces,

siento una fe eterna, una inmutable confianza en el cielo de la noche,

y en la luz de este cielo: la amada».

Esta es una de las estrofas en la que podríamos basarnos para hablar de la poesía mística de Novalis —no olvidemos que es autor de otro libro, muy apreciado por los coros luteranos, y poco explorado por la crítica en nuestro idioma: Cánticos espirituales—. En estos versos, la voz poética se abandona en el misterio divino («cielo de la noche») y en el amor («luz de este cielo») como signos sacramentales de la acción de Dios revelada en la visión glorificada de la amada («sol de la noche») por medio de la Sophieerlebnis (experiencia de Sophie) poetizada.

Novalis ha sido fiel a su propuesta de idealismo mágico: en un éxtasis poético, propiciado por la lectura de Shakespeare, ha sentido próxima la presencia de la amada, ha penetrado en el misterio divino y, más tarde, en el canto tercero de los Himnos, nos ha dado la luz a él revelada, por medio de una codificación poética con la cual aspiraba a espiritualizar el mundo… ¿Acaso no lo logró?

@Jeronimo_Alayon


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