Hay personas que no están en las noticias, pero sí en la vida de la gente. No son parte de la familia, pero sí de la memoria personal. Su figura se va tejiendo con el tiempo y con el trato. Termina uno definiéndolas con una palabra: un caballero, un maestro en su oficio, un hombre cabal, un amigo, una gran persona. Termina uno vinculando sus nombres a valores como la honestidad, la jovialidad, el amor al trabajo, la constancia, la dignidad, la responsabilidad, el sentido de familia. Es lo que me viene a la mente cuando pienso en Antonio Núñez, el barbero del Tamanaco, recientemente fallecido en Caracas. Y es lo que resalta de los sentidos mensajes y comentarios de sus clientes, todos con la memoria enriquecida por el contacto con un hombre amable y cabal.

Lo conocí en un ya lejano 1965. Respetuoso, jovial, buen conversador, atento a la perfección de su trabajo. Oriundo de Galicia, desembarcó en Venezuela en 1956 como parte de esa España empobrecida, pero con valor y con sueños. Dueño de un oficio, abrió su barbería en el Hotel Tamanaco, acompañado primero por su esposa y luego por su nuera. Allí terminaría sus días. Allí consolidó su imagen de hombre bueno y trabajador, interesado por el día a día venezolano, pero sobre todo por su familia. Gracias a su esfuerzo y a su valoración de la educación como la mejor riqueza, hijos y nietos se formaron en las mejores universidades venezolanas. Esa fue, posiblemente su mayor gratificación, además de la que nacía para él del trabajo mismo, del trabajo bien hecho, de la satisfacción y de la confianza de sus clientes.

Inevitable pensar en Venezuela, en lo que significaría el rescate de esos valores que construyen la dignidad de las personas y de los pueblos. Habría más razones para el optimismo si la sociedad asumiera que la riqueza y la fortaleza nacionales dependen de valores como el trabajo, la constancia, la honestidad, el sentido de familia. Parecen intangibles, pero son los verdaderos, los únicos probadamente válidos para sostener un crecimiento humano y social digno y de largo alcance. Representan la negación de esas conductas que no hacen sino deteriorar a las personas y su imagen, y que en nada contribuyen al crecimiento colectivo. Se ubican en la acera opuesta a la falta de preparación, la improvisación, el toderismo, el salga como salga, la flojera, la inconstancia.

La honestidad, por ejemplo, igual siempre en su esencia, toma formas diversas cuando toca el ámbito personal, el del trabajo, de las relaciones humanas, de la economía, de la política. Su ausencia deriva en desconfianza, duda, temor, suspicacia. Elimina o reduce la capacidad de compromiso, de participación en propósitos colectivos, de adhesión a proyectos. La política cobraría otro sentido si la honestidad estuviera en la base de los liderazgos y de las proclamas. Ahuyentaría al engañador, al mentiroso, al embustero. Perderían valor las ofertas con intenciones ocultas, las promesas vacías y falsas.

Contrariamente a cierta visión pesimista del venezolano, son muchas las constataciones que los sociólogos podrían traer para probar que valores como la constancia, la responsabilidad, el sentido de familia pesan todavía en el lado positivo de al menos una parte de nuestra sociedad. Acudir a esta base positiva y reforzarla es posiblemente el camino para recuperar las instituciones y mejorar nuestra sociedad. Cómo cambiaría el país con estos valores. Ganaría, sin duda, y mejoraría la propia visión de futuro para cada venezolano, con una educación para el trabajo, no para el desempleo; con la constancia, no con la apuesta a golpes de suerte o de entusiasmo; con la responsabilidad asumida y no solo proclamada; con una economía basada en la innovación y el trabajo, no en la dependencia o el rentismo.

Encontraremos, sin duda, muchos venezolanos que pueden reconocerse, no importa su profesión ni su condición social, en la imagen de Antonio Núñez. Ellos son parte de la Venezuela constructora, digna y generadora de esperanza.

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