Tal vez sin proponérselo, o tal vez con una actitud deliberada de cambio, el gobierno venezolano está transformando progresivamente su política económica. La pandemia, por supuesto, ha demorado el proceso, pero uniendo diversos indicios pudiera llegarse a la conclusión en la que desde el seno del poder un sector nada minoritario se ha propuesto llevar adelante el impulso de un sistema mercantilista, en el que se le abren ciertas rendijas y concesiones al sector privado, siempre que éste no se rebele frente al poder político.

Son diversas las premisas que nos llevan a esta conclusión. Primero, el hecho de que las fiscalizaciones y controles -incluso estando en vigencia en el papel- han sido en la práctica mayoritariamente desaplicados. Segundo, el coqueteo con el ámbito gremial del sector empresarial, comercial e industrial, el cual por primera vez en muchos años -décadas- está logrando comunicarse con los factores de poder en un plano no confrontacional. Tercero, las propias manifestaciones regulatorias y normativas, las cuales hablan expresamente de la necesidad de brindar “impulso a la inversión privada” y la “optimización de la gestión empresarial” para empresas estatales. El ejemplo más emblemático lo pueden encontrar en la controversial Ley Constitucional Antibloqueo para el Desarrollo Nacional y la Garantía de los Derechos Humanos. Con numerosos vicios legales, es cierto, con muchas aspectos que cuestionar, la popularmente conocida “Ley Antibloqueo” no es más que una declaración política en la que el régimen dice hacia dónde va. Y hay que escucharlo.

Existe, adicionalmente, un cuarto factor. El gobierno ha visto que por la vía de los hechos su proceso de “liberalización” ha mejorado los índices de abastecimiento de productos esenciales -y otros orientados al lujo- con lo cual se contribuye a disminuir la conflictividad social en relación con estos problemas, aún cuando no los termina de solventar por completo, especialmente por la destrucción del poder adquisitivo de los venezolanos.

Este panorama toma a la oposición visiblemente descolocada, puesto que en adición a los enormes problemas de cohesión interna que enfrenta, ahora se ve forzada a manejar la variable de un gobierno que con el objetivo de mantenerse en el poder a toda costa es capaz de manejar una apertura controlada de la economía, lo cual, al mediano y largo plazo, bien pudiera -subrayamos el pudiera- derivar en una mejora en la calidad de vida de los venezolanos.

Actores de oposición, como es de esperarse, subestiman el alcance de estas políticas. Señalan que resultarán insuficientes porque no parten de una institucionalidad sólida, de un reconocimiento generalizado de la comunidad internacional, y, por supuesto, llevan consigo el enorme fardo de las sanciones el cual conduce a muchos grises que lastimosamente contribuyen a un mayor aislamiento del país frente al mundo. Si bien estos argumentos son respetables y, al menos en el papel, están dotados de coherencia, la historia venezolana también sugiere que en otra ocasiones estos mismos comentaristas aseguraban que el régimen no tenía salida, y sin embargo, el chavismo se sobrepuso a los obstáculos y terminó por retener el poder, que es al final del día su mayor meta.

En tal sentido, siguiendo estos precedentes, no debe de extrañar que una vez más las fuerzas oficialistas logren imponerse. Esta premisa cobraría mayor viabilidad si se establece un nuevo escenario geopolítico, o si el gobierno profundiza aún más su proceso de apertura en el medio de lo que a todas luces sería una transacción política interna.

Desde luego, y es necesario reconocerlo, este nuevo orden no está exento de profundos cuestionamientos. Por una parte, se realiza un ajuste ajeno a toda la institucionalidad y transparencia. En segundo lugar, se hace sobre la base de la destructiva premisa del mercantilismo, en la cual prevalecen el clientelismo y los privilegios de quienes son cercanos al poder. Y, finalmente, en ninguna parte del menú aparece el elemento pivotal de la democracia, y el respeto a las libertades civiles, un tema para nada menor y que se presenta como tangencial y, lamentablemente, distante.

Debemos tener la capacidad de ver estas transformaciones. La realidad está cambiando, y si no somos capaces de comprender las nuevas circunstancias y la forma en que se administrará el poder, difícilmente podamos incidir de cualquier forma constructiva dentro de nuestra sociedad, incluyendo el ámbito político, el cual, en última instancia, parece a todas luces el más complejo de transformar.


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