La violencia de la invasión y sus horrores; la tragedia humanitaria y la violación flagrante del derecho internacional y humanitario; el justificado temor a la escalada desde el extenso territorio de frontera que es Ucrania, entre Rusia y la alianza de seguridad trasatlántica, que coloca en los hombros de Europa y Estados Unidos la necesidad y responsabilidad de calibrar la respuesta; las expectativas sobre un régimen de sanciones activado con velocidad, concertación y amplitud sin precedentes; sus efectos globales que ya comienzan a sentirse, el discurso ofensivo y la sostenida actitud de desafío de un régimen que, en medio de sus debilidades económicas, no duda en desplegar su poder militar, asomar su arsenal nuclear y también, entre opacidades, hacernos recordar otros recursos propios de las guerras híbridas. Todo esto materializa un cuadro ya sugerido por el recorrido de las ambiciones del gobierno de Putin, su discurso y sus movimientos militares y diplomáticos, especialmente desde la anexión de la península de Crimea.

Ahora nos encontramos en el cruce de los errores de cálculo, las ambiciones y ausencia de escrúpulos del gobierno de Rusia –precedidos por los de apreciación, concertación y actuación de Europa y Estados Unidos– y las respuestas trasatlánticas dispuestas a defender a Ucrania y enfrentar al agresor, pero tratando de no escalar la confrontación en el terreno militar. Se añaden a la encrucijada los efectos para Rusia y para el mundo de las sanciones y, de enorme trascendencia humana y política, las medidas regionales y globales para atender al flujo de millones de refugiados.

En este entorno, no es difícil identificar la tremenda asimetría en las valoraciones de la situación, las acciones y sus consecuencias por unos y otros. Para comprenderla conviene insistir en que la ofensiva no es solo militar y política a la integridad territorial e independencia de Ucrania –de suyo muy grave y atendida, en las puertas de Europa–, ni se trata únicamente del temor a la expansión de la OTAN y la coordinación trasatlántica a las que, paradójicamente, la invasión ha dado nuevo impulso. Tampoco se reduce a las nostalgias imperiales e imperialistas del pasado zarista y soviético, que abundan desde hace años en el discurso de Putin.

Lo que hemos estado presenciando es la práctica de la política como continuación de la guerra, de la confrontación que polariza cada vez más abiertamente entre amigos y enemigos, en la que todo se vale, adentro y afuera. Desde esa concepción de la política como confrontación interior y exterior, la en principio comprensible búsqueda de garantías de seguridad para Rusia se reveló como exigencia extrema, absoluta, para hacer imposible acuerdo alguno. Ahora bien, la polarización, que el control político y de información dificulta medir adentro, no se ha producido internacionalmente. Así lo indicarían los votos de resoluciones condenatorias en las Naciones Unidas: la rechazada en el Consejo de Seguridad con el veto de Rusia y la aprobada en la Asamblea General de la ONU, con apenas 5 votos en contra. Las abstenciones, en una y otra instancia, son aun más significativas: incluyeron a países como China e India en las dos y, en la segunda, también a otros, como Cuba y Nicaragua. En la OEA, no obstante los vaivenes oportunistas de unos y las simpatías autoritarias de otros, 25 países aprobaron una enérgica resolución de condena. Lo cierto es que entre recientes y pragmáticos socios e incluso entre los de más tiempo y los aliados de Rusia, están presentes la cautela y el cálculo sobre las consecuencias de apoyar la “operación militar especial”, así bautizada por Putin, pero también los efectos del estricto régimen de sanciones en marcha.

Responder a la ofensiva militar es tan complejo como importante para las democracias. La invasión, vista desde el presente del orden mundial, es parte del impulso de poderes autocráticos que tanto terreno y disposición a desafiar han ganado en los últimos quince años, pero con mayor intensidad desde 2020 como consecuencia de políticas de control interior y de ampliación de influencia que aprovecharon las condiciones de la pandemia. Es lo que, tras otros respetables estudios sobre la recesión democrática en estos dos años, vuelve a registrar con especial refinamiento el informe del Instituto V-Dem. Allí se argumenta la tendencia no solo a la expansión sino al cambio de naturaleza en los autoritarismos en tres aspectos: más agresividad y menos disimulo en las iniciativas de control del poder; más tóxicamente polarizantes para eliminar los matices propios del pluralismo y la deliberación característica de las democracias, con más frecuente utilización de la desinformación, acompañada por el sofoco a la libertad de expresión, para manipular la opinión pública nacional e internacional. Cabe añadir un cuarto aspecto: la disposición autoritaria a desafiar y desconocer, reinterpretar y modificar principios, reglas y procedimientos internacionales a su propia conveniencia, sin que medien negociaciones y acuerdos que les den legitimidad. Esto es particularmente grave y pronunciado en materia de derechos humanos. También en la interpretación a voluntad del principio de no intervención.

Mientras tanto, el ritmo, alcance y coordinación de las respuestas trasatlánticas no deja de ser una señal alentadora, pero a la vez reveladora de las complejidades de una estrategia que a la vez que firme y coherente, debe mantenerse precisa en sus propósitos, sostenible y eficaz en el menor tiempo posible. Ante una agresión en la que se ha hecho tan visible el contraste entre la exigencia de responsabilidad en las democracias y el bloqueo al escrutinio por parte de los autoritarismos, es especialmente importante advertir, en suma, sobre la importancia de apreciar las cualidades de las democracias, reconocerlas, demandarlas y promoverlas, en los términos que muy oportunamente sugiere un reciente conjunto de estudios. También lo es reconocer la necesidad de sumar apoyos –diplomáticos, económicos y humanitarios– ante una situación en la que ya se sienten los efectos globales de la ofensiva militar y de la muy calibrada estrategia trasatlántica de apoyos y sanciones. Sigue siendo esencial, finalmente, no perder de vista el mal momento mundial para las libertades y los derechos humanos, no alentar –por acción u omisión– el adormecimiento ante esos deterioros, como lo alertaron recientemente, sobre el caso de Venezuela, miembros de la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos establecida por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU.

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