Power tends to corrupt and absolute power tends to corrupt absolute» (Lord Acton).

Podemos decir que la incertidumbre continúa prevaleciendo en el ambiente espiritual venezolano, con pesimismo además, pero las circunstancias también han mostrado alguna disposición en el oficialismo y en la oposición disidente –llamémosla así para distinguirla de otra que se postula también como oposición pero que no es oposición por coincidente con los detentadores del poder–; para revisar la situación que se torna más que inmanejable económicamente para el régimen y crítica para el país común, que no soporta ya el encarecimiento del costo de la vida, los rigores de la pandemia y la vulnerabilidad social, el fiasco educativo y universitario, el ataque de la antisociedad presente y dominante en franjas político territoriales importantes y el descalabro mórbido de los servicios públicos.

Escribo para tratar de dejar claro que no hay otra salida que la sustitución del régimen si de atender a Venezuela y su viabilidad se trata. El Estado en manos del chavismo, madurismo, militarismo, ideologismo y populismo devino en entidad fallida, inoperante, asoberano, inepto, corrupto, criminal e impune y su alma, si la tuviere y solo quiero describir su sentimiento profundo, se perdió irrefragablemente. Veamos sin embargo por qué y de dónde sustento esa aseveración enfáticamente.

Acudiré a Karl Loewenstein metodológicamente y, especialmente, a una cita que servirá de láser para examinar el soporte de mis afirmaciones y luego, concluir enfáticamente como empecé; ¡Si Maduro sigue, Venezuela se muere!

Se lee en un trabajo sobre Loewenstein, “…Existen tres grados en el desarrollo del poder que constituyen el proceso político; 1º) Obtención del ejercicio del poder, 2º) Modo de ejercicio del poder y, 3º) Control del ejercicio del poder. (González Casanova J.A. La idea de Constitución en Karl Loewenstein, Dialnet, 2048127PDF)

Para el constitucionalista y liberal germano-norteamericano Loewenstein, los dos primeros tienen una importancia inferior al último, en razón del elemento efectividad, pero no sería sano mirar el asunto así en Venezuela que padece de un gobierno sostenido por las armas y la represión, carente de legitimidad de origen e igualmente afectado de ilegitimidad de desempeño.

El Estado fue usurpado en todos los frentes institucionales por una corriente ideológica y antidemocrática que ha permanecido en el poder por 22 años sin permitir que se adecuen y surtan sus efectos, los controles propios de un Estado constitucional. Allí radica, a mi parecer, su principal falencia.

El poder encarnado por el militarismo-ideologismo-populismo chavomadurista es por naturaleza y vocación abusivo y autoritario. Desde aquella madrugada del 4 de febrero de 1992 lo evidenciaron y no han cesado desde entonces de reafirmarlo los actores de la tragedia, al desconocer regularmente los derechos humanos, léase todos en mayor o menor medida y sin miramientos el de la vida y los derechos políticos, económicos y sociales, connaturales a una sociedad democrática; prescinden de la separación de los poderes, del principio de la legalidad y de la competencia, sin obviar además y por el contrario, debiendo resaltar el asalto a la justicia y su subordinación a su interés político de circunstancia, suturándole así a la Constitución la cualidad de semántica, como diría el jurista Loewenstein y desde luego sin fuerza normativa, desnaturalizada y alienada, enajenada al poder la susodicha.

Lo peor de haber anulado los controles sobre el poder, institucionales y funcionales, es que han también conculcado el poder orgánico que se aloja en la soberanía popular, vertical e interórgano, por el cual el cuerpo político actúa para corregir por la vía pacífica y electoral y, en todo caso, realizar las modificaciones y reorientaciones que le luzcan convenientes, pero no funciona así en Venezuela y la miseria viviente y vigente lo reafirma hasta la saciedad.

El chavomadurismo le hizo fraude a los controles constitucionales, legales, democráticos y soberanos para usurparlo todos y regir por la adulteración de los controles institucionales y apearse de la civilidad más elemental inclusive.

Tampoco hay aquiescencia ni tributo a la política como mecanismo para confrontar los conflictos y dirimirlos sin derramamiento de sangre, torturas, privación de la libertad, iniquidades, confiscaciones y todo género de arbitrariedades y desviaciones de poder. Basta últimamente recordar lo que sufren los hermanos Tarazona y Omar de Dios por ejercer su derecho ciudadano, en una conducta que criminaliza esos actos, justicializa la política, sataniza la libertad de expresión. El estado de excepción es la norma y la regularidad constitucional es acaso lo fenomenal.

El poder nocivo, que fue copiado por la pareja de Nicaragua por cierto, no tiene ningún trazo de humanidad; es un depredador, un bárbaro y lo es porque no hay controles sobre él. No hay Estado sino un fáctico imperio dominante y pernicioso. Así lo vemos muchos coterráneos y con razones de sobra para que así sea.

La comunidad internacional con sus restricciones y sanciones ha presionado al hegemón para que se exhiba, como pretenden que son y para ello, los obliga a dialogar y tal vez a ponerse a prueba su alegado talante humano y civilizado, democrático, como dicen son y, al respecto, con el acatamiento debido, a quienes piensan distinto y creen posible un acuerdo de salvación nacional, les reitero que hay una carta para jugar que haría de bisagra que legitima y de consulta democrática, siempre que la misma sea libre, universal, democrática, transparente y con un registro electoral sin discriminaciones que obviamente incluya a la diáspora.

Me refiero al referéndum revocatorio. Reúne todo lo necesario para que ayude al país a sortear este bache, este barrial que nos está tragando, malogrando, asesinándonos como pueblo y, equilibradamente no obstante, proporciona una oportunidad a las partes involucradas de normalizar el trance, pacíficamente, electoralmente, constitucionalmente, democráticamente y responsablemente.

Pero para lograrlo, debe tener lugar una revolución ética en nuestra ciudadanía que, a fin de cuentas, es el polvo en el que se forma la sociedad política.

Me explico: a nuestro parecer y muchas veces repetido, el déficit más grave en nuestra democracia distópica es el de ciudadanía. Más aún, la renuncia, la animadversión hacia la política y todavía en otra escalada pero contra la institucionalidad pública.

Ese cuadro anómalo exhibe un actor perverso en la masa social y que denominaremos el escepticismo, como tendencia dominante y ese ser que muta hacia la antipolítica se retrae y se ausenta del espacio público faltándole y aislándose.

Por eso y muy a pesar del desastre que resulta de la gestión errática y la omisión de las acciones propias de la potencia pública no se observa una reacción simétrica; vale decir, de cuestionamiento, crítica y antagonismo manifiesto.

Las explicaciones de ese comportamiento van del deletéreo daño antropológico que se sostiene y evidencia de observación y estudios en desarrollo o un perturbador giro anómico que desdibuja completamente el ambiente societario que incluye no solo al individuo sino a las expresiones orgánicas de mediación, también advertidos como cuerpos intermedios y sociedad civil.

En el primer mundo y lo hemos comentado con anterioridad, se trata de una individualización a rajatablas que conspira contra los rigores morales ínsitos a las comunidades convencionales, al tiempo que hacen zapa al Estado providencia, considerando solo las carencias o imperfecciones y obviando los elementos de progreso, estabilidad y seguridad económica y social. Una suerte de desestatización opera en el contingente de alto nivel educativo y en el grueso poblacional, una demanda siempre insatisfecha que quisiera al Estado presente en cada jornada de su pasaje vivencial con subsidios múltiples.

Empero, en nuestro orbe nacional, el pragmatismo se combina con el inmediatismo y el cálculo sustituye ciudadano que se eclipsa completamente, permitiendo ese pasmo, la hórrida continuidad del fracaso y el desarme del espíritu censor de lógica y natural esencia ciudadana.

Los parámetros y referentes se pierden en el trapiche mediocre en el que se respira y la existencia se banaliza, dirigida a todo tipo de intrascendencias, llenando de vacío el discurrir y obliterando la empatía de sintonía ciudadana.

Por ello, es menester conceder que no habrá cambio sin un cambio de ciudadanía y urge precisar al menos y como objetivo estratégico en la definición de un proyecto de refundación del Estado, como avanzó atinadamente la Conferencia Episcopal, un similar que apunte a otra ciudadanía.

La semana próxima, abordaremos Dios mediante, ese capítulo del ciudadano que hay que cosechar para tener otro país, aun sabiendo que primero hay que sobrevivir al irracional e inmoral sistema que nos subyuga. ¡Primero lo primero!

@nchittylaroche

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