Para los que recuerden el alegre tema de Billo Frómeta, melodía obligada en la celebración del 31 de diciembre, canción del inolvidable músico, cuando interpretaba un rítmico y gozoso “A-ño-Nuevo-vi-da-nueva”; los concurrentes bailaban, aplaudían entusiasmados y entonaban en coro apasionado.

Hubo una época en la cual la noche de fin de año, e inicio del nuevo, era de celebraciones en clubes sociales, casas, apartamentos y plazas. Poco antes de la medianoche ya se tarareaba aquella no tan alegre balada de Néstor Zavarce, el mismo del “Pájaro chogüi”.

Antes y después fueron otros tiempos, años de discusiones y polémicas, pero de buena calidad de vida, la noche de Año Nuevo se hacía peligrosa no tanto por la delincuencia como por el riesgo de imprudentes conductores que iban de visita saboreando y catando, en particular, los que se retrasaban y apretaban aceleradores para recibir en familia el cañonazo. Y los que, atiborrados de néctares etílicos, y vencidos por el sueño, se exponían amaneciendo el primer sol.

Noche comprometida de tragos y dispepsias, descuidos, borracheras y ratones monumentales. Se saboreaban hallacas, pan de jamón, se degustaba pernil, ensalada de gallina, ponche crema y tantos etcéteras. Había despliegues de luces y sonido, los cielos se cubrían en un estallido de cohetería deslumbrante, y las alturas se transformaban en figuras resplandecientes colmadas de colores. Era aquella temporada cuando las compras decembrinas complicaban el tráfico, estaban los kioscos saturados de arbolitos, adornos, figuras inflables de San Nicolás, elementos para los pesebres, y, por supuesto, la más amplia variedad de fuegos artificiales y luces de ornato. Todo se conseguía, se podía comprar en más o en menos dependiendo de las utilidades y aguinaldos. Pero la gran mayoría tenía posibilidades.

Eran otras épocas, cuando se disfrutaba la Navidad, cantaban villancicos, aguinaldos y las gaitas inundaban el país. Cada municipio se esmeraba en decorar con ornamentos y luminarias, calles y plazas; urbanizaciones, edificios y casas residenciales se adornaban como si de una competencia se tratara. Sedes empresariales se decoraban a placer y así, Venezuela, demostraba al mundo que celebraba con entusiasmo y exaltación la Navidad, el nacimiento de Jesús y la llegada de un nuevo año siempre cargado de ilusiones y propósitos.

Cuando se reflexionaba -o pretendía- se hacían planes y promesas para el año a punto de nacer, y por cientos de miles los venezolanos viajaban a sus sitios de origen para reencuentros familiares, con regalos, con el Niño Jesús y ropa de estreno. Deseos y juramentos, eran hermosos, nobles, parte de las emociones, se cumplieran o no.

Los de menos edad no se percataron de ese rutilante estilo de navidades venezolanas que se animaban de festividad sincera, gentiles apretones y sonrisas del corazón. Al retumbo de las 12 campanadas se consumían uvas, sacaban maletas a la calle en deseos de viajar, comían lentejas en la creencia de porvenir, y en las manos se colocaba dinero en efectivo, como simpática brujería para mejor remuneración. Ya nada existe, son síntomas y actividades de un pueblo dispuesto a ser felizmente libre.

La Misa de Aguinaldo, de Gallo el 24 de diciembre a medianoche, se hacían de madrugada y celebraban en las iglesias, para luego, dar inicio a las patinatas. Sin embargo, en socialismo y revolución, ¿quién va a patinar en calles rotas, llenas de huecos, atiborradas de basura y repletas de delincuentes?, ¿cómo atreverse a asistir con alegría y rostro encendido a las mañaneras misas si la mayoría ni siquiera tiene desayuno?

Se evaporaron las bulliciosas y alegres gaitas. Ya no se conocen grandes fiestas con orquestas ni la contagiosa presencia de discos o grabaciones. Las estupendas cuñas de navidad de los canales de televisión, la belleza fascinante de los pirotécnicos, cuando se competía entre vecinos a ver quién lanzaba más y hacía más ruido.

Todo feneció, ni siquiera por ser símbolos de felicidad que el socialismo castro-madurista detesta, aunque anuncia con palabreo fastidioso, vacío y mentiroso. Se fue a la historia de mejores pasados porque, al terminar 2023 y comenzar 2024, los únicos que bailan y contonean son los que acompañan la destrucción y saqueo del país.

Las navidades revolucionarias son tristes, desconsoladas y patéticas. Hay hiperinflación, hambre, miseria e indigencia, sin medicinas ni dinero; desaparecieron ilusiones, disiparon la fe, malbarataron la confianza ciudadana, y, por si fuera poco, no saben qué inventar, y para que la ciudadanía olvide el desastre, se anima con promesas falsas y engañosas, sin fundamento ni sustentabilidad.

La esperanza es lo último que se pierde, según el viejo refrán. Con ese destello de ilusión deseamos lo mejor de lo mejor en el 2024. Tal vez lo mal que andan las cosas en estas afligidas y desconsoladas festividades sea el chispazo para que vayan mejor. Amén.

@ArmandoMartini

 

 


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