Se va 2020. Cada año, al llegar estas fechas, solemos hacer balances de lo vivido, de lo disfrutado, de lo sufrido. Hablamos de las tradiciones para despedir el año y recibir el nuevo; creemos que nuestras costumbres son únicas, irrepetibles, auténticas, que no han sido precedidas por ningún suceso similar en otro lugar del planeta, ni en tiempo alguno desde que el ser humano está sobre la Tierra.

Pero, preguntémonos ¿por qué celebramos el advenimiento de un nuevo año el primer día de enero? Para dar una respuesta adecuada tenemos que remontarnos al siglo XVI, cuando el papa Gregorio XIII determinó que el Año Nuevo fuese celebrado de acuerdo con el comienzo del calendario gregoriano para todos los países católicos. Pero ¿qué es el calendario gregoriano, desde cuándo nos regimos por él?

El calendario gregoriano fue promulgado por medio de la bula Inter Gravissimas, dictada por el papa Gregorio XIII el 24 de febrero de 1582. Por medio de este documento pontificio se llevó a cabo la reforma del calendario juliano, sentando así las bases del calendario gregoriano, usado hasta la fecha por casi todo el mundo.

Desde 1582, se reemplazó lentamente en diferentes países al calendario juliano, adoptado desde que Julio César lo estableciera en el año 46 a. C. El calendario egipcio fue el primer calendario solar conocido, que determinó que un año duraba 365,25 días y sobre este calendario se fijó el calendario juliano cuya duración fue de quince siglos.

El estudio que se realizó para modificar el calendario fue hecho por especialistas de la Universidad de Salamanca, quienes presentaron dos informes; uno, en 1515, no aceptado; un segundo, en 1578, aceptado por el Vaticano, del cual nació el actual calendario mundial. Fue admitido por España, Italia y Portugal en 1582. Pero, tanto Gran Bretaña como sus colonias americanas no lo hicieron hasta 1752. El Año Nuevo comenzaba en el juliano el 21 de marzo, o, en su defecto, el 1 de abril; en este calendario el primer mes era marzo (Martius) y enero (Ianuarius) era el número 11.

La reforma no se debió a un capricho. Había un desfase con el movimiento aparente del sol y se necesitaba cambiar el llamado “punto vernal de Aries”; es decir, el inicio de la primavera en el hemisferio norte hacia el 21 de marzo, lo que significaba  eliminar diez días del calendario juliano, y, además, se hacía coincidir  el día de Pascua “con el decimocuarto día del primer mes lunar de la primavera”. Esta modificación representaba situar el comienzo de la primavera en una fecha fija; dicho en otras palabras, en el equinoccio de primavera para el hemisferio boreal. De igual manera, se colocaba la Pascua de Resurrección en una fecha predeterminada, aun cuando, al relacionarla con el mes lunar, tenía una ligera variación (Cfr. M. Montes, Calculation of the Ecclesiastical Calendar).

La reforma realizada por Gregorio XIII surgió de la exigencia de ejecutar uno de los convenios del Concilio de Trento, que no era otro que adecuar el calendario con el propósito de suprimir el desfase producido desde el primer Concilio de Nicea, celebrado en 325 d.C, ​ donde se había precisado el momento astral cuando debía celebrarse la Pascua y, en consecuencia, las otras fiestas religiosas móviles. En fin, lo importante era la estabilidad del calendario litúrgico, y para lograrlo se necesitaba incorporar correcciones específicas en el calendario civil. Desde luego, de lo que se trataba era ajustar el calendario civil al año trópico, entendiendo por este el “tiempo preciso para aumentar la longitud media del Sol en 360° sobre la eclíptica; es decir, en completar una vuelta”.

Más allá de todas estas precisiones, celebrar la llegada de un nuevo año significa, de una u otra manera, el final de un ciclo y el comienzo de uno nuevo.

Aun cuando cada país y cada región posee sus peculiaridades, es importante advertir cómo las usanzas para recibir un nuevo año son similares, cuando no iguales, en distintas culturas e, incluso, trascienden distintas épocas.

Me vienen a la mente, las culturas mexica y maya; tanto ayer como hoy, las festividades incluían la elaboración de menús especiales, aseo del hogar, danzas ceremoniales, desecho de lo viejo. Esta última costumbre, curiosamente se repite en lugares tan distantes en tiempo y geografía de México como lo es Dinamarca, donde la gente sale a las calles para arrojar platos viejos. En Venezuela, se acostumbra a botar las cosas inservibles o innecesarias. Y con esta tradición de deshacerse de lo viejo, de lo inservible, existe una usanza muy peculiar de algunos estados venezolanos, denominada “la quema del año viejo”. Se fabrica un muñeco vestido con materiales de desecho, se rellena de pólvora; al llegar la medianoche se prende, y se lanzan fuegos artificiales. Esta celebración está muy extendida en países latinoamericanos.

Ahora bien, ¿podremos despedir 2020 y celebrar el 2021? ¿De verdad se termina el 2020? ¿Qué hacemos con nuestra tradición del abrazo de Año Nuevo?

He podido percibir que hay un sentimiento compartido planetariamente: el año 2020 se prolongará hasta tanto se acierte con la medicina contra el covid19; es decir, que se consiga vacunar a un segmento considerable de la población global.

Entre tanto, mis amigos lectores, alcemos nuestras copas en la distancia, comamos las “uvas del tiempo” al compás de las campanadas, hasta que, en un tiempo corto, así lo pedimos al Señor, sea posible abrazarnos sin distanciamiento alguno.

“¡Y mientras exprimimos en las uvas del tiempo/ toda una vida absurda, la promesa/ de vernos otra vez se va alargando,/ y el momento de irnos está cerca,/ y no pensamos que se pierde todo!”.

@yorisvillasana


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