No hay manera de acercarse a las noticias sin toparse con nuevas razones para la preocupación y sin repreguntarse sobre lo difícil que va a ser cambiar el rumbo: abandono de las aulas de más de 250.000 maestros unida a una deserción escolar de 30% y a una sustancial reducción (50%) de los días de escolaridad; exigencia de pago en dólares o su equivalente por parte de los trabajadores del Estado; anuncio de Fedeagro de una cosecha para este año 50% por debajo de la de 2018 y capaz de cubrir apenas 25% de los requerimientos nacionales; agudización de las carencias en la prestación de los servicios básicos; contracción económica agravada en todos los sectores; anuncio de una caída del PIB de 35% para el año sumada al crecimiento de la inflación y a una desordenada dolarización de facto; crisis humanitaria cada vez más acuciante; presagios de crecimiento de la emigración hasta un éxodo cercano a 8 millones de personas.

Frente a un cuadro así resulta inevitable preguntarse cuán complicada va a ser la recuperación, qué fuerzas sociales y gerenciales, además de las políticas, van a ser necesarias, cómo puede darse sin un cambio profundo en la cultura ciudadana. El futuro se vuelve más distante y más difuso mientras crece la impresión de seguir dando bandazos, sometidos a la inmediatez del corto plazo, sin espacio para proyectar y plantearse, más allá de la urgencia, un destino y un camino como sociedad.

La angustia por responderse dónde empezar choca con una preocupación mayor, la que interpela sobre la capacidad del país para un cambio profundo, pero especialmente sobre la dirección de ese cambio, su complejidad y los tiempos. Lo decía Miguel Ángel Campos en una reciente entrevista para el Papel Literario de El Nacional: “La reconstrucción sería más bien una reanimación, apenas una pausa necesaria para respirar y luego debería venir la reformulación del proyecto”.

La pregunta de esta hora es cómo convertir la angustia personal en una fuerza, cómo hacer para que toda la sociedad y en especial el liderazgo se detengan a meditar, a proponer, a influir, a dar con las soluciones y trabajar en ellas. La tarea no será ni completa, ni eficaz, ni duradera si solo se deja a los políticos o si se consideran solo los aspectos económicos.

El buen diseño de un plan no puede dejar de pensar en una complejidad que no ha hecho sino crecer, poniendo en evidencia dificultades que van más allá de las diferencias ideológicas o partidistas y que tocan la perversión de una mentalidad marcada por la dependencia. Contra esta cultura que alimenta el facilismo, la irresponsabilidad, la tendencia a culpar al otro, al sistema o al destino, se impone alimentar la del trabajo, del esfuerzo, de la superación, de la responsabilidad individual. Se trata, nada menos, que de cambiar la inoculada cultura de la dependencia por otra, positiva, la de ciudadanos libres y productivos.

Las bases para el cambio están en la renovación de las ideas, en la capacidad de dibujar el nuevo modelo a partir de nuestras propias capacidades y desde una visión actualizada de un mundo en acelerada transformación. Se trata de coincidir en el objetivo común, en la idea central de lo que queremos como país, y luego tener la perseverancia para mantener el esfuerzo y la paciencia para sostenerlo, incluso sin ver resultados inmediatos. Para lograrlo se vuelve urgente cultivar esa capacidad para aprender que reclama Ramón Piñango a los líderes y que consiste, en la práctica, en “identificar errores y rectificar a tiempo”. Nuestra propia historia como país y la reciente de muchos otros nos advierte del riesgo de repetir los errores. No es ya solo aquello de no escarmentar en cabeza ajena, sino incluso de no hacerlo en la propia, de pretender cambiar una situación recurriendo a las mismas personas o ideas que la produjeron. El olvido o el desprecio del pasado solo conducen inevitablemente a repetir sus errores.

Pensar el futuro y dibujarlo es, seguramente, una forma de superar la angustia del presente y de sembrar esa tan necesaria esperanza que se convierta en actos.

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