Para sin lastimarme, cavar una ribera de luz dulce en mi pecho y hacerme el alma navegable” (RAFAEL ALBERTI)

Hace años veíamos a algunos hombres de Israel arrimando al oído un aparato del tamaño de un ladrillo. Los informativos de televisión destacaban el uso abusivo del teléfono móvil o celular en la calle. En otros países del mundo estos aparatos no estaban al alcance de cualquiera, ya que eran excesivamente caros. Unos años después los smartphones bajaron mucho de precio. Y con el precio disminuyó su tamaño. Surgieron aplicaciones –apps– que dejaron de lado la función básica del teléfono -llamar y recibir llamadas- para convertirse en una singular y  moderna navaja suiza multiusos (Swiss knife). Si la navaja incorporaba abrelatas, tijeras, cortauñas y lima, el celular facilitaba cámara de fotos, grabadora de voz, correo electrónico, calendario, reloj y alarma. Aunque esto no es nuevo, a mí me cuesta acostumbrarme a la actitud androide de ciertos humanos pegados al aparato. Me disgusta vivir en una sociedad que se pierde lo mejor de cada momento. A diario me cruzo con gente absorta en una pantalla de luz, adolescentes sentadas a mi lado que no levantan la cabeza para seguir pendiente de su smartphone sin dignarse a mirar al revisor que les pide el billete en el tranvía.

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El uso del smartphone también supone ventajas hoy en día: estar siempre localizable, compartir fotografías, comentar cosas, grabar conversaciones y acceder a redes sociales. Según se mire, estas ventajas pueden transformarse en inconvenientes. Imagine, por ejemplo, que pasea con una amiga y uno de los miles de androides con smartphone hace una foto a la terraza en la que usted se encuentra con esa mujer. Cabe la posibilidad de que no quiera ser visto con ella y que el hecho de que le descubran le cause un problema. Claro que también podría darse la circunstancia de que sea una mujer la que no desea que la vean con un hombre y las consecuencias para ella no resulten agradables.

Es positivo estar localizable. Ya. A veces uno quiere que nadie le llame y tener tiempo para estar solo y tranquilo. Sin embargo, yo pensaba ahora en la cara oscura de las fotografías hechas por uno mismo a sí mismo, es decir, los selfies o autofotos. A mí me parece que el selfie es un alarde narcisista la mayoría de las veces. Vale, no es malo del todo. Sucede, no obstante, que determinados selfies parecen extremadamente arriesgados. La moda consistente en fotografiarse en situaciones peligrosas, lugares prohibidos o momentos difíciles no acabo de entenderla. Supongo que quienes se fotografían bajo estas condiciones buscan una fama express, una viralidad brutal solo posible en estos años de realidad virtual o virtualidad real, que ya no se sabe qué es cine y qué no lo es.

Ya en el año 2015 Calley Rizzo publicaba un artículo en el que alertaba de los crecientes índices de mortalidad causados por esta afición al selfie* ( “More people have died from selfies than shark attacks this year”, Calley Rizzo. mashable.com; 21.09.2015). El titular alude al menor número de víctimas de ataques de tiburones frente al superior número de fallecidos por un selfie inoportuno. En el texto se dice que un turista japonés de 66 años moría al caerse escaleras abajo mientras intentaba un selfie en el Taj Mahal (India).

Hace un año, el 28 de julio de 2021, moría un youtuber danés de una caída de 200 metros de la Forcella di Pana en Italia. Este mismo año 2022 fallecía un montañero americano haciéndose una fotografía en un parque de Arizona.

En julio de este año, un excursionista afortunado era rescatado después de querer recuperar su “becerro de oro” que se le fue de las manos al tratar de inmortalizar una imagen de sí mismo culminando la hazaña de estar en la cima del volcán Vesubio (Italia) y caerse al interior del cráter. Este joven salvó su vida y su smartphone. No vendría nada mal pararse a pensar cuál de las dos cosas valoramos más.


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