Los rostros de Hugo Chávez y Nicolás Maduro pintados en un mural en la avenida Andrés Bello de Caracas / Foto: Adriana Núñez Rabascall

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Augusto Monterroso

Después de veinticinco años del régimen conocido como revolución bolivariana quedan pocas novedades por decir. Es mucho tiempo para cualquiera, sea para los jóvenes que no han conocido otro país, sea para las generaciones que optaron por marcharse o adaptarse, o para los que nos hemos ido resignando a no tener tiempo de vivir el desenlace. Las versiones de lo ocurrido van desde serios análisis políticos, históricos y sociales hasta las pachotadas que se pueden leer a veces en las redes sociales o escuchar en algunas conversaciones, y muchas de ellas concluyen en afirmar que la culpa es de los opositores que no lo han sabido hacer bien. Hay también quien piensa que todo es producto de un diseño de control de la población, y ciertamente es posible que algunos elementos hayan sido preestablecidos con ese fin, pero cuesta suponer que sea así en toda la extensión del daño. No todo es previsible ni controlable, los diseñadores del desastre no son omnipotentes, hay efectos que se escapan a su designio y voluntad y probablemente sean clasificados como daños colaterales. A veces me pregunto qué piensan los protagonistas, tanto los que han aprovechado muy bien su ‘militancia’ y se han ganado el premio universal del cinismo como aquellos que quedaron en las mismas y recibieron el premio nacional de los ilusos, aunque a fin de cuentas mi curiosidad es innecesaria. No nos llevaría a ninguna parte conocer las altas y bajas motivaciones que se sumaron para generar este fracaso. Porque es un fracaso y lo saben. Y esa es una conclusión inaceptable para unos cuantos de quienes lo han llevado a cabo. De todos los intentos de instalar por las buenas o por las malas una revolución socialista (y hay indicios de que así fue la intención original), el caso venezolano es uno de los más trágicos y cruentos de la historia occidental. Solo son medianamente comparables algunos de los países de Europa que quedaron en nada cuando colapsó la Unión Soviética, y digo medianamente porque esos casos son los de países muy pobres.

Con los recursos y el nivel de preparación humana que tenía (y todavía tiene) Venezuela no es fácil explicar las cifras que arrojan las encuestas de las condiciones de vida, ni los datos que aportan los investigadores, los periodistas y otros profesionales, a lo que se añade la pérdida poblacional (más de 25% de sus habitantes) y una larga lista de calamidades que van desde la deselectrización del país (lo contrario que hicieron los soviéticos, por cierto) hasta el colapso de la educación y salud públicas, pasando por la escasez de la disponibilidad de agua y los desastres ecológicos. Podrán decir que las causas son las sanciones internacionales, o la mala fe de los opositores, o la plaga de iguanas comiéndose los cables, pero hay una terca realidad que, como el dinosaurio de Monterroso, sigue allí.  Si alguien está bien informado es el grupito que tiene en sus manos los hilos de la trama. Una vez constatado el desastre, premeditado o ‘daño colateral’, el grupito comienza a preocuparse por su destino, y ante el miedo que se deriva de esa preocupación, la solución es generar más de lo mismo para que nos alcance a todos mediante antiguos y probados procedimientos como la desaparición forzosa, el encarcelamiento, la tortura, la expulsión y ahora pareciera que también el secuestro internacional.

Artículo publicado en La Gran Aldea


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