RAÚL

La invocación a una España que se nos deshace entre brumas de falsos discursos; en la verborrea de los políticos del momento; de los intelectuales indignos de tal nombre y de los manipuladores de los medios de información, se repite una y otra vez, a través del tiempo. En ese discurrir suele citarse, como ejemplo, la apelación de Larra, en abril de 1835, cuando tras atravesar las soledades de Castilla, su sensación de abandono se prolongaba en el vacío de los páramos extremeños. Había salido de la Corte huyendo de Madrid y de sí mismo, y se preguntaba «¿Dónde está España?». No la encontraría entonces camino de Portugal. Tampoco a su amante Dolores Armijo, oculta en Badajoz.

La soledad lejos de romperse al contacto con los lugares posteriores de su viaje: Lisboa, Londres, Bruselas, París, iría creciendo. Las ilusiones despertadas, en cada uno de ellos, refluyeron una y otra vez en el desencanto. Aquel periplo de esperanzas fallidas le demuestra que el viaje, como ejercicio escapista, se salda siempre en fracaso. Durante su ausencia no ha logrado encontrarse a sí mismo y la España que percibe a su vuelta, a finales de ese año, no ha cambiado apenas. La patria que para un español –escribía– es más necesaria que una iglesia, se le antojaba menguante. Y a esas alturas su amada, escondida en Ávila, le esquivaría otra vez. Aún alentaría en su mente alguna tentación viajera, para eludir la realidad. Sin embargo el desengaño había sido tan fuerte que, ni siquiera un hipotético traslado a Estados Unidos, le resultó suficientemente atractivo. Al fin y al cabo le parecía «fuerte cosa irse a un pueblo donde no hay ni ha habido nunca reyes».

En los primeros meses de 1836 empezaba a tomar cuerpo una gran oportunidad de transformación económica, social y política para España. La desamortización, impulsada por Mendizábal, echaba a andar arropada por un discurso atractivo en la forma, pero falso en el fondo, como denunciaría Flórez Estrada. Larra no tardaría en experimentar una nueva frustración. El despilfarro de los recursos movilizados, la falta de una gestión adecuada y el espíritu cainita dieron al traste con aquella posibilidad crucial para transformar el país.

Casi ocho décadas más tarde, Azorín en su alocución de 23 de noviembre de 1913, se preguntaba también «¿Dónde está España?». Al paisaje desolado del mundo rural, vacío de justicia y esperanza, se le seguía superponiendo la grandilocuencia vacua de los políticos. La disparidad profunda existente, entre la política y la realidad, continuaba sustentando aquella entelequia, expresada al aguafuerte en la indignación de algunos y la indiferencia de los más. Frente a la desesperanza, señalaba «Jóvenes hay que son decrépitos –proclamaba el de Monóvar– viejos hay que pueden dar lecciones de entusiasmo y de optimismo a los jóvenes». Era preciso combatir los falsos valores éticos de la vieja política.

A eso dedicaría Ortega sus esfuerzos promoviendo la Liga de Educación Política, como instrumento para construir la Nación. Habló de la nueva política, frente a la vieja, en manos de aquellas gentes que ejercían «un equívoco oficio bajo el nombre de políticos». Unos sujetos que pretendían monopolizar el derecho a hablar de cualquier cosa en todas partes, hasta de teología. Mientras, sobre los campos secos y grises, persistía el drama de la miseria física y espiritual. La alfabetización en todos los aspectos, especialmente en política, se establecía como uno de los primeros objetivos, para la modernización del país.

El 21 de marzo de 2023, pasado más de un siglo de la ceremonia de exaltación azoriniana, Ramón Tamames ponía voz a la pregunta que millones de españoles se siguen planteando «¿Dónde está España?». Los políticos ensayaron en directo, para la ocasión, una serie de alegatos indirectos, tan vacíos que, en puridad, no podría hablarse de respuestas. La novedad, respecto a los precedentes de Larra y Azorín, fue que el espectáculo triste de la España vaciada, de hombres, espíritu y valores, se había instalado en el Congreso de los Diputados. La grotesca representación no merecía ni siquiera la sátira, la ironía y tampoco se precisaba, pues se describía a sí misma. Pedía Tamames un proyecto ilusionante y el abandono de la vía del enfrentamiento y de la división entre los españoles. Pero la «dictadura de la ignorancia», esa especie de democracia degenerada y pervertida por la corrupción, sólo parece capaz de generar angustia.

¿Qué pensaría Larra si pudiera contemplar hoy, como entre el despilfarro de los fondos europeos y el gasto en sobornos electorales, apenas encubiertos, se malgasta otra vez la necesaria modernización de España? ¿Son las elecciones que nos esperan, simplemente, la versión actual del escapismo? ¿Qué sentiría Azorín cuando se buscan constantemente nuevos factores de división? Las analogías, evidentes y convenientes, evitando el peligro del anacronismo, se ofrecen a la reflexión necesaria.

Artículo publicado en el diario La Razón de España


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