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Venimos registrando en la actualidad cambios muy acelerados, de los cuales, muchas veces, carecemos de los códigos o herramientas para interpretarlos y analizarlos a fondo. Esta modernidad líquida -como diría Zygmunt Bauman- arrastra y replantea todo, trabajo, estudio, familia, roles, metodologías y demás. Hay una suerte de sincretismo, de pastiche y revoltillo entre lo nuevo y lo viejo, lo tradicional y lo emergente, lo clásico y la moda, cuestiones que arropan y trastocan, para bien o para mal, todas las esferas de nuestra sociedad. Sabemos muchas cosas pero no logramos ser más capaces, autónomos y libres. Somos literalmente esclavos informados y súbditos de Netflix, Instagram, TikTok, Twitter…

Pareciera que nuestra ignorancia estuviese ahogada en conocimientos que no pueden ser digeridos ni elaborados. No escuchamos, no nos escuchamos, no leemos, no meditamos, nos convertimos a menudo en zombis o autómatas y –lo que es peor– no somos capaces de reconocerlo. Ilustrados y analfabetos a la vez, estamos subsumidos en un torbellino o dinámica que todo invade, que sacrifica la intimidad, la reflexión o cualquier intercambio de opiniones durante una comida o cena familiar… y no hablemos de los accidentes que se producen por estar manejando y, al mismo tiempo, usar el smartphone.

Sin duda, lo tecnológico parece ser hoy un tren que avanza, que embiste a veces y se hace tan indetenible como la superficialidad. Da la impresión de que olvidamos que hay mucha orfandad; hay muchos que no saben de Newton, Pascal, Dante Alighieri, Mozart o Strauss, Aristóteles, Albert Einstein, Sigmund Freud, Pasteur, Pitágoras, Jean Paul Sartre, Joseph Stiglitz, Amartya Sen Gallegos, Cervantes o García Márquez, mucho menos de Steve Jobs, que es el Leonardo Da Vinci moderno, pero que conocen sobradamente, en este mundo globalizado e intervenido desmedidamente por Twitter, Instagram o Facebook, a músicos como Daddy Yankee, Bab Bunny, Maluma o Don Omar, a futbolistas como Lionel Messi, Cristiano Ronaldo, Karim Benzema o  Kylian Mbappé y a tenistas como Rafael Nadal, Roger Federer o Novak Djokovic.

Marina Garcés, en unos de sus libros más polémicos (Nueva ilustración radical, Anagrama, Barcelona 2017) expone en sus primeras páginas a manera de reflexión o –si se quiere, de denuncia– que “… de la condición posmoderna hemos pasado a la condición póstuma, a un tiempo que resta. Sin futuro. La condición póstuma es la inversión de la revolución que pensaba Walter Benjamin. El gran filósofo pensaba en una revolución que restauraría a la vez las promesas incumplidas del futuro y de las víctimas del pasado, en una revolución pensada desde el esquema teológico de la salvación que reiniciaría los tiempos. Hemos perdido el futuro, es decir, el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento”. Y agrega Garcés: “… necesitamos herramientas conceptuales, históricas, poéticas y estéticas que nos devuelvan la capacidad personal y colectiva de combatir los dogmas y sus efectos”. Si algo requerimos en este mundo globalizado es la capacidad de ejercer un juicio crítico, de fijar posturas y criterios, y no simplemente ser consumidores pasivos del exceso de información y, peor aún, de mala información difundida a diario por las redes sin filtro alguno.

Estamos viviendo en la actualidad un abanico de situaciones y fenómenos de diversas mixturas (algunos impensables en pleno siglo XXI), feminicidios por doquier, una  jamás imaginada invasión a Ucrania por parte de la Rusia de Vladimir Putin, el secuestro del Estado de Derecho y régimen de libertades en países como Cuba, Nicaragua o Venezuela, surgimiento de poderes ocultos como narcotráfico, crimen organizado, paramilitarismo, efectos del cambio climático con nefastas consecuencias globales… sin embargo pareciera que, en esta absurda inversión de valores, es más trascendente el juicio entre Johnny Depp y Amber Heard. Es triste, pero nos da la impresión de que organismos mundiales como la OEA, la ONU y otros no tienen poder ni incidencia en muchas situaciones que rebasan el ámbito de lo nacional para llegar a efectos globales.

Nos corresponde pensar en decisiones, en responsabilidades por acción u omisión, comprender que temas como la corrupción, la pobreza extrema, los terrorismos de diverso cuño, los nuevos y anacrónicos autoritarismos, las enfermedades y epidemias –llámense ébola, sida, covid-19 o viruela del mono– o el deterioro de la capa de ozono y el efecto invernadero, la deforestación y destrucción de bosques, la contaminación de aguas y otros, requieren con urgencia de decisiones y tratamientos globales que trasciendan un determinado Estado o un gobierno en particular. Esto debe darse paralelamente a los cambios e innovaciones que la sociedad –y particularmente el Derecho– tiene que emprender para intentar un mundo un poco más estable, más sosegado y mejor organizado frente al intento de una nueva bipolaridad en el contexto global actual o de ciertos problemas o flagelos que ocurren en algunos países y sociedades en el orden interno de los mismos.

El mundo entero debe resituarse en torno a la condición humana, su dignidad, sus valores, principios y libertades. Urge un reacomodo ético-moral, educativo, social y cultural que permita finalmente no un mundo feliz definido como un planeta utópico, irónico y ambiguo en el que la humanidad sea permanentemente feliz, en el cual no existan guerras ni pobreza y las personas sean desinhibidas, que estén siempre de buen humor, sean saludables y tecnológicamente avanzadas, tal como acuñó el británico Aldous Huxley en los años treinta del siglo XX con su famosa novela… pero sí requerimos un mundo más sensible, más auténtico, real y a la vez más crítico de seres humanos y ciudadanos, no de zombis, analfabetas ilustrados o autómatas.

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