Álvaro Uribe | Foto AFP

Hablar de una amnistía general en un país en el que la violencia ha estado cobrando vidas a granel durante el último medio siglo es un anatema. Pero alguien se atrevió a hablar en voz alta del tema en Colombia y el autor tiene un peso tal en la vida política neogranadina que era imprescindible prestarle atención. Y es así como Álvaro Uribe ha desatado una polémica de un orden tal que son pocos lo que no se han pronunciado sobre una propuesta calificada de extravagante, que ya se encamina a ser deliberada por las Cámaras del Congreso colombiano con la finalidad de otorgarle vigencia legal.

No obstante, el asunto no es tan descabellado como parecería a simple vista. Porque lo primero que es necesario aclarar es que la propuesta está lejos de promover un perdón indiscriminado de delitos, que es lo que envolvería una amnistía general en el sentido riguroso del término. En la realidad, cualquier jurista sabe que tal cosa como una condonación total de delitos está reñida de entrada con el propio Estatuto de Roma del que Colombia es parte desde 1998 y con la Constitución Nacional, por lo que un proyecto de tal naturaleza y propósito naufragaría antes de llegar a las manos de los parlamentarios para su consideración.

Lo que sus autores proponen no es, sin embargo, incoherente y se trataría de una suerte de pacto nacional encaminado a resolver errores que se cometieron en el momento de la formulación de un esquema de justicia transicional –la conocida JEP, Jurisdicción Especial para la Paz– para el posconflicto, es decir, para la etapa de reconciliación de los colombianos que se debía iniciar a raíz del Acuerdo de La Habana. Por muchas razones tal acercamiento no está teniendo lugar y buena parte de la culpa la tiene el desconocimiento del referéndum pospacto que, como es sabido, no contó sino con la aquiescencia de la mitad de la sociedad.

Ocurre que la fórmula que se ideó para acercar dos posiciones ideológicas extremas pecaba de simplismo cuando consideró la disminución de algunas penas y sobre todo cuando otorgó derechos políticos a criminales confesos. ¿Tiene sentido que un narcoterrorista señalado por crímenes de lesa humanidad goce de derechos políticos tales que le permitan ungirse como congresista y deliberar en la magna Asamblea legislativa colombiana, pero que a un ocasional robagallinas le pueda estar negado tal derecho?

¿Tiene algún sentido que mientras un sector privilegiado goza de prerrogativas en la aplicación de la justicia, otro sector tenga que acogerse al espíritu y a la letra de las leyes con el mayor de los rigores? ¿Puede haber reconciliación en el país mientras tal asunto quede sin ser dirimido o los políticos lo ignoren? Lo que le otorgaba sentido a la una Ley de Justicia Transicional en el año 2016 era que sus disposiciones permitirían a los colombianos enfrentados pasar la página sobre los desentendimientos nacionales, implementando un régimen especial para aquellos crímenes que se cometieron en el marco de un conflicto, vinieran del lado de los alzados en armas o bien de los militares en ejercicio.

El tema se encuentra en el candelero y son muchos los que piensan que mientras no esté resuelto este perverso esquema de justicia, Colombia no tendrá una verdadera paz porque lo que ha logrado es instaurar una impunidad grosera imposible de ser aceptada por las inocentes víctimas de las tropelías del pasado. Su reconocimiento y reparación son derechos insoslayables. Lo contrario es inmoral dentro de toda sociedad justa y sana.


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