Andrés Manuel López Obrador

La memoria de un subgénero del cine mexicano de los años cincuenta  resuena en el título de esta columna. Me he dado cuenta de ello justo cuando me disponía a enviarla y por  eso me animé a un breve introito.

Aquellos filmes que distribuía Pelimex por todo el continente  juntaban la imaginería de los héroes  de lucha libre y una mostrenca ciencia ficción hecha en Estudios Churubusco.  Eran la respuesta mexicana a El día que la Tierra se detuvo  o La bestia que devoró a Cleveland. El científico loco solía ser el inolvidable Wolf  Ruvinskis y los agonistas enfrentados podían ser Santo y las mujeres licántropas comandadas por Rosita Arenas.

Sin embargo, mi asunto no es un filme de Chano Urueta y Miroslava sino la guerra que el presidente  López Obrador declaró desde el primer día de su  mandato a las ideas ajenas y a las garantías que un Estado verdaderamente democrático debe a la libertad de expresarlas.

El incesante siglo va apilando catástrofes, mortandades,  crímenes, vaticinios y amenazas pero la porción que me toca del ser latinoamericano no puede dejar de ver un  asunto familiar en el llamado manifiesto de los 650 con que  muy diversas vertientes del pensamiento y la creación mexicanos lanzaron hace cuatro años un ¡basta ya! a la estigmatización y la difamación contra sus adversarios con que AMLO responde a toda crítica.

No se trata, en el caso de AMLO, simplemente de reacciones más o menos instintivas en un jefe de Estado, de suyo repudiables por mucho que sean de esperar: se trata de una estrategia encaminada a atacar y destruir el más indiscutible logro del México posrevolucionario: las instituciones del justamente llamado Estado cultural mexicano y la  larga y vasta tradición intelectual y democrática que lo sustenta.

Rafael Rojas,  historiador de las ideas, hablando de esa tradición, señalaba en un artículo publicado a la sazón por The New York Times , que “ella va de Daniel Cosío Villegas a Octavio Paz y de Alfonso Reyes a Carlos Fuentes, [que] fue continuada por la generación del 68 y logró sobrevivir a la transición democrática y el giro neoliberal de fines del siglo XX. Entonces el régimen político mexicano dejó de ser una mancuerna de partido hegemónico y presidencialismo ilimitado y se crearon condiciones para la alternancia en el poder. Pero la articulación de una esfera pública y un campo académico y de pensamiento, subsidiados por el Estado, que ejercían la crítica del autoritarismo, se mantuvo”. Rojas añadía, receloso: “hasta ahora”.

Se trata de ideas, instituciones y políticas de Estado en el México posrevolucionario que  fueron modélicos para Venezuela en todos los  períodos democráticos de mi país durante el siglo XX, desde el período llamado “de los dos Rómulos”, Betancourt y Gallegos  (1945- 1948).

Una vez derrocada la dictadura de Pérez Jiménez en 1958, y durante cuarenta años de  problemática alternancia democrática, truncada por el ascenso de Hugo Chávez al poder, la idea de armonizar virtuosamente la gestión del Estado cultural, el régimen de partidos y la libertad de expresión prevaleció en el ánimo de los planificadores y se expresaba coloquialmente en la frase “hacer como los mexicanos”, ya se tratase de ambiciosas editoriales, redes de bibliotecas públicas o programas de subsidio a la creación o la investigación.

No fue un proceso fácil ni careció de enemigos, pero sus realizaciones fueron de tal alcance que recuperarlas algún día es uno de los pocos consensos de la oposición democrática venezolana.

Sin duda, los más generosos logros de la controvertida democracia venezolana del último cuarto del siglo XX se centraron en la educación pública gratuita de alto nivel y en el fomento a una cultura sin ataduras al Ejecutivo. Estuvieron imbuidos de un  talante que procuró no hacer de los intelectuales mandarines ni mucho menos comisarios a la cubana.

La creación de la Biblioteca Ayacucho y la editorial Monte Ávila, el impulso dado a la museística de todo orden, hacer de la Biblioteca Nacional un musculado instituto autónomo y ejecutar un programa de subsidio al cine que no produjese propaganda oficial respondió en gran medida al proyecto de dar forma a ese Estado cultural.

Entre las injurias favoritas de AMLO y sus corifeos está el llamar “intelectual orgánico” a quienquiera haya descollado en el Estado cultural en cualquier época anterior a la llamada Cuarta Transformación.

El corrimiento de sentido que se imprime así a un concepto tan complejo y, sin duda, debatible como el de Gramsci reduciéndolo al de cortesano lambón o propagandista a sueldo solo busca la muerte civil de  quienquiera pueda concebiblemente ser un adversario del gobierno.

Chávez, que tocaba de  oído, alguna vez escuchó la expresión gramsciana de labios de algunos de los adulantes de la izquierda reaccionaria que se pegaron a él como lampreas.  El momento quedó inmortalizado en un video de Aló, presidente. Al  comandante le gustó eso de “orgánico”; lo saboreó ante las cámaras, y terminó asimilándolo como equivalente de lacayo.

Una razón añadida para, sin ser mexicano, añadir, aunque no sea más que en espíritu, mi firma a las otras 650.


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