Hablando con mi mamá esta mañana nos acordamos de uno de mis buenos amigos de la infancia. No lo voy a nombrar por respeto al cariño mutuo que siempre nos ha unido. Por cosas del destino, siempre pasan muchos años entre cada oportunidad que nos vemos. Sin embargo, pienso que su historia es relevante porque refleja los retos que la generación de los quincuagenarios venezolanos hemos debido sortear en un mundo totalmente diferente al de nuestros padres.

Volviendo al tema de mi amigo, cuando estábamos pequeños nuestras madres nos llevaban siempre a las mismas fiestas infantiles, en donde él, su hermano y yo éramos siempre de los más peleones con los otros niños, muchas veces terminando agarrados por los pelos con el cumpleañero y sus hermanos. También nos veíamos muchos sábados con el grupo de tenis de nuestros padres que se reunía para jugar campeonatos, juntar a las esposas y los niños y comer pastas con salsas desde tradicionales hasta experimentales.

Nos perdimos la pista por unos años hasta que en plena adolescencia fuimos invitados como delegados de Venezuela al XI Festival Mundial de la Juventud Progresista y los Estudiantes en La Habana, Cuba. Nos encontramos en el aeropuerto de Maiquetía, donde abordamos un flamante IL-18 ruso propiedad de Cubana de Aviación que tenía lámparas de cristal y cortinas de terciopelo rojo. Una vez en La Habana nos hospedaron en el Hotel Nacional y nos lanzamos a la calle a compartir con los 18.500 delegados de 145 países… No se asusten, no he cambiado de bando, pero esa fue una experiencia única que me permitió entender de primera mano cómo el pueblo cubano ha logrado sobrevivir la miseria del régimen comunista, aunque esos detalles son para otra historia.

A los pocos días de estar en La Habana de 1978, nos dimos cuenta de que en Cuba quienes mandaban eran los rusos. En todos lados había que hacer cola a menos que fueras ruso, militar o civil, no importaba. Mi amigo y yo decidimos que estábamos hartos de esperar en largas colas para entrar en los eventos del festival, por lo que ideamos una estratagema. Como yo lo llevo en la sangre, asumí la identidad de un ruso imaginario cuyo único vocabulario era una poesía para niños que me enseñó mi abuela Irina; y él, alto, fornido y campeón de artes marciales, se disfrazó de guardaespaldas y traductor. El plan dio resultado por un par de días, ya que entramos de primeros a todos los eventos que quisimos. Todo fue muy bien hasta que en un evento importante nos descubrieron y tuvimos que salir corriendo para no ser detenidos. Otro día en una playa cercana, una brigada juvenil del Partido Comunista pretendió impedir que jugáramos frisbee por lo que les entramos a co#@&zos, en fin, pura sana diversión. Cuando terminó el festival, regresamos a Venezuela y nos perdimos por mucho tiempo.

Tuvieron que pasar casi 10 años para vernos de nuevo. Un día, en 1987, regresé a mi casa de una rumba como a las 3:00 de la mañana. Me bajé del carro, un Ford Sierra nuevecito, para abrir el portón sin darme cuenta de que estaba siendo abordado por tres individuos que salieron de un Jeep estacionado un poco más arriba de mi casa. El líder, un tipo alto, fuerte y con cara de pocos amigos se acercó a mi rápidamente y pude ver su cara bajo la luz del farol que nos alumbraba. “Fulanito!”, lo saludé por su nombre y se detuvo de inmediato. “¿Cómo estás, hermano?”, le pregunté, a lo que ajustando la vista me llamó por mi nombre y me abrazó. Inmediatamente se dirigió a los otros hombres y les dijo que yo era su amigo de la infancia y que volvieran al jeep. Cuando le pregunté qué querían conmigo, me respondió que buscaban la dirección de un bar cercano. Le dije que yo los llevaba y hasta hice que me siguieran en el carro para que no se volvieran a perder…

Al poco tiempo le conté la historia a un amigo de mi padre que conoce al personaje y me dijo: “De la que te salvaste carajito, ¿tú no sabes que él es el jefe de una de las bandas delictivas más peligrosas de Caracas?”. Yo no lo sabía, por lo que me quedé sin habla, pero también le deseé mucha suerte a mi amigo, que me dejó ir sin un rasguño la noche que nos vimos. Supe por terceros que en los años subsiguientes tuvo muchos retos con la ley y con las drogas, hasta que alguien lo convenció para que fuera a la misma clínica de rehabilitación donde internaron a Maradona en Cuba. Una vez allí, me contaron que la directora del centro se enamoró perdidamente de mi amigo y juntos montaron una banda para vender las medicinas del centro en el mercado negro. Al cabo de un tiempo todo se descubrió y él creo que es uno de los pocos pacientes extranjeros que han botado de la isla. Después de eso no supe más.

Tuvieron que pasar doce años más para reencontrarnos. Ya corría 1999 y en el banco que trabajaba me pidieron hacer una ponencia sobre financiamiento de proyectos petroleros en una importante conferencia de hidrocarburos. Me contenté muchísimo cuando revisé la lista de ponentes y me encontré su nombre como experto petrolero de Pdvsa. Le di una vuelta larga a todo el centro de conferencias hasta que lo conseguí y pasamos un rato magnífico recordando viejos tiempos. Sin embargo, lo noté muy cambiado y rodeado de una serie de burócratas que, según me di cuenta, no le permitieron compartir conmigo más durante los dos dias del evento. Aunque nos fuimos sin despedirnos, en mis adentros le deseé lo mejor en su nueva carrera dentro del chavismo. Esa fue la última vez que nos vimos.

Despues de diecisiete años supe de él por su padre. Pero lo que me contó me llenó de tristeza, porque no hay nada peor para un hijo que la desaprobación de su padre. Ni siquiera quise oír los detalles de su diatriba, porque esa opinión tan amarga no es para compartirla con alguien que sinceramente preguntaba por el paradero de un amigo; no importa la naturaleza de los agravios. Este amargo desenlace me puso a pensar que la peor herencia del comandante es el odio y la división social extrema que rompe amistades y familias. El monstruoso daño económico no es nada comparado con la destrucción moral y el cisma de la sociedad venezolana que no termina de entender la primera Ley de los Huecos: cuando estés en uno, ¡deja de cavar!

 


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