Ilustración original de Antonio Pou (2024)

Por Antonio Pou, profesor honorario, Universidad Autónoma de Madrid

Una vez fui a una pastelería, ya desaparecida, cuya especialidad eran pastelitos impregnados de un licor delicioso. Un amigo mío me los había recomendado. Según me dijo, era una tiendecita recoleta a cargo de una pareja de encantadores viejecitos que llevaban toda la vida fabricando el licor y haciendo los pastelitos con todo su amor. Probé uno, que efectivamente estaba buenísimo, mientras la viejecita me envolvía con primor una caja de aquellos pasteles. Pero allí había otro componente más, una riña rancia y soterrada entre ambos viejecitos que se traducía en un intercambio de constantes y desagradables gruñidos, que culminaron con el marido diciendo a la mujer: “¡Ojalá te mueras!”. En un instante el encanto de la escena desapareció y al llegar a casa los pasteles dejaban un regusto a frustración.

El recuerdo de la escena me viene frecuentemente cuando veo a la gente extasiada paseando por un frondoso jardín, diciendo cosas como: “¡Qué maravillosa es la armonía de la naturaleza y el amoroso trinar de los pajarillos!”. Pero, si se presta un mínimo de atención, el melodioso trinar parece más bien estar diciendo: “Este sitio es mío-¡Fuera de aquí!-Al que entre me lo cargo… Este sitio es mío-¡Fuera de…”.

Cuando las emociones toman el mando, con gran facilidad tiñen de color la realidad hasta hacerla frecuentemente irreconocible. Sin embargo, son también las que nos dan fuerzas anímicas para realizar acciones increíbles cuando todo parecía perdido, las que anuncian nuestros logros y las que señalan lo que no nos sale bien o la ausencia de algo querido. Las emociones son nuestras más fieles acompañantes en la vida, pero solo las reconocemos cuando su actividad se dispara por encima de lo habitual.

Todos los mamíferos tenemos emociones, aunque en cada especie se manifiesten de forma diferente. De hecho, todos los animales las tienen, los insectos también, y también las plantas, a su manera, porque es el software que señala al propio individuo y a los demás, en qué medida sus necesidades están satisfechas y en qué medida sus intenciones funcionan. Sin emociones no seríamos viables.

Para intentar exponer la importancia de las emociones y su estrecha relación con los asuntos ambientales y con la sostenibilidad, permítanme que dé un rodeo para dar unas pinceladas sobre algunos rasgos del funcionamiento cerebral que creo conviene tener en cuenta. Dado que somos seres eminentemente grupales, y que la sociedad está compuesta por individuos, el que muchos funcionen emocionalmente de una manera u otra condiciona el funcionamiento del conjunto, pudiendo mejorar o empeorar las situaciones.

El funcionamiento cognitivo del cerebro humano se apoya sobre todo en tres soportes: el hemisferio izquierdo, el derecho (ambos forman el neocórtex) y las emociones. El neocórtex es el kit que amplía el módulo de los primates, haciéndonos diferentes a ellos y muy diferentes al resto de los mamíferos. Todos los mamíferos partimos de un mismo kit básico y compartimos estructuras orgánicas, proteínas y muchos modos de funcionar. Pero es la incorporación del neocórtex lo que ha dotado a los humanos de unas capacidades excepcionales, tanto para lo bueno como para lo malo. Esa incorporación ha potenciado las emociones, que alcanzan en nosotros una gran complejidad y una amplia variedad de matices(2). Las emociones básicas se suelen clasificar en: ira, miedo, disgusto, tristeza y felicidad.

Nuestro cuerpo es un manojo de cables eléctricos no metálicos: los nervios. He leído por ahí que tenemos 900 km de cables. No sé si son tantos, pero desde luego son muchos y esa maraña cabe dentro del cuerpo porque los cables son finísimos. Unos detectan el estado de las células de todo el cuerpo y otros conducen las órdenes de acción.

Los nervios se agrupan en paquetes y el cableado llega hasta el cráneo bien protegido en el interior de la columna vertebral. Una vez dentro de la cabeza, se engrosan en varias estructuras en las cuales se coordinan diversas funciones vitales y del cerebelo. En los reptiles, esos engrosamientos y el cerebelo hacen las veces de cerebro, pero a medida que la evolución ha ido creando seres más sofisticados, hemos ido reutilizando esas estructuras para realizar funciones de rango inferior. Su antiguo papel es asumido ahora por nuevos órganos cerebrales más sofisticados, como es el neocórtex.

Por encima de esos engrosamientos, el cableado se reúne en una especie de “hub”, el Tálamo, que tiene forma de seta y se sitúa como a la altura de las orejas en el centro de la cabeza. De ahí conecta con el Sistema Límbico, el primero de los tres soportes y que es el que se encarga de las emociones. Está situado inmediatamente debajo del sombrero de la seta, y en ese sistema se analiza la información procedente de los sensores corporales (vista, sonidos, etc.) y también de los emocionales.

El análisis de toda esa información se realiza en dos chips que tienen forma de almendra, las amígdalas (su nombre en griego), una a cada lado del centro de la cabeza. Cada amígdala dispone de un gran archivador en forma de cuerno, el hipocampo, donde se almacena la información de asuntos que se consideran especialmente importantes. Cuanto más cerca estén de la amígdala, mayor es su importancia. Es un fichero dinámico, que se consulta constantemente, al menos las fichas más relevantes.

Esas fichas se rellenan con un resumen de experiencias, positivas y negativas, consideradas especialmente valiosas. Hay también fichas que vienen rellenas de fábrica, donde se advierte, por ejemplo, de que: si llegan imágenes de ojos inquisidores acompañadas de algo que parecen colmillos y unos sonidos como de rugidos, conviene salir huyendo inmediatamente y dejar las preguntas para después, no vaya a ser que se trate de un tigrecito hambriento. Las señales de fuerte intensidad, como los asuntos de seguridad, comida y sexo se dirimen directamente en el propio sistema límbico en forma de sí o no, sin matices, y se ordena la ejecución de la acción correspondiente.

Medio segundo después de enviar las órdenes, el sistema límbico reporta al neocórtex, los otros dos soportes de la función cognitiva, sobre lo que se ha hecho o decidido; para que no se diga que se actúa en la sombra. Cuando el asunto no está claro, el sistema límbico solicita información al neocórtex. Allí se repasan los indicios, se comparan con experiencias anteriores, y con conocimientos, memorias o imágenes que tengan algo que ver con la información. Se estima también la aceptabilidad o rechazo por parte del yo, del ego, actividad que suele llevarse a cabo en la zona parietal del hemisferio derecho (por detrás y por encima de la oreja derecha) (3).

Tras la deliberación, el neocórtex envía su informe al sistema límbico. Allí, se vuelve a considerar el asunto, pero si la cosa no está lo suficientemente clara como para tomar la decisión de sí o no, las amígdalas no pierden el tiempo y se dejan llevar por lo que dicen las emociones, o tiran directamente el informe al cubo de los papeles. Siempre hay expedientes en la lista de espera y muchos de ellos son urgentes, no hay tiempo que perder.

Cuando el expediente lleva una carga emocional fuerte, ni siquiera se hace caso al informe del neocórtex y se cierra directamente el tubo que conecta con él. Hasta que no se pasa la tormenta emocional no se abre de nuevo, lo cual, si no se reactiva la orden de cierre, puede llevar como veinte minutos.

Seguramente usted haya experimentado más de una vez la imposibilidad de razonar con alguien que está obcecado en defender sus argumentos. Durante la discusión, es probable que su propio neocórtex le esté informando de que la discusión no merece la pena y que por ese camino no va a conseguir convencer al obcecado. Pero —aunque crea lo contrario, quizá su propio tubo de comunicación con el sistema límbico también esté cerrado, y usted sigue intentando, una y otra vez, convencer al otro— obcecadamente.

Discutir o argumentar cuando las espadas emocionales están en alto es perfectamente inútil, aunque hay muchas personas que lo encuentran apasionante. Socialmente hablando, eso da espectáculo y gusta, pero no resuelve las cosas, más bien al contrario, porque se generan fichas para el hipocampo con la etiqueta de “importante”. A las primeras de cambio, la amígdala recuerda aquella discusión, cierra el tubo, y ya se lía la cosa de nuevo… por los siglos de los siglos.

Sin embargo, a veces se puede abortar el proceso… saliéndose por la tangente. Mi padre me contó una vez que en el primer tercio del siglo XX había un político español, tartamudo, al que alguien comenzó a increpar en plena calle, poniéndole verde delante de la gente que se iba arremolinando alrededor de la discusión. El político todo el tiempo permaneció callado, aguantando impertérrito el chaparrón y cuando al otro se le agotaron las fuerzas de tanto gritar, el político intervino: “Y, y, y el otro, ¿qu’qué le contestó?”. Estalló una carcajada general y se acabó la discusión porque el increpante se quedó desconcertado, con el sistema límbico momentáneamente desactivado.

La actividad de las amígdalas, cuando el asunto es importante, se expresa hacia el exterior en las actitudes posturales del cuerpo y, sobre todo, en las expresiones de la cara. Todos estamos acostumbrados a leer esas expresiones y algunos investigadores, como Paul Ekman(4) han enseñado a la policía a escudriñar de forma sistemática las micro expresiones faciales en busca de posibles mentiras. La cosa no es fácil porque hay personas que saben poner cara de palo y culturas que educan a no manifestar el estado emocional para no molestar a los demás.

Las culturas latinas no tienen prejuicio alguno a ese respecto y los caricaturistas nos entretienen con sus representaciones de individuos, explotando al máximo las diferencias de expresión entre los dos lados de la cara. La derecha trasluce el funcionamiento del hemisferio izquierdo y viceversa. Les sugiero el siguiente entretenimiento: cuando vean a alguien hablando en la televisión, que esté mirando de frente a la cámara, tapen con la mano la visión de un lado de su cara y reconstruyan mentalmente cómo sería la cara completa. Hagan lo mismo con el otro lado y en muchos casos se quedarán sorprendidos, y posiblemente divertidos, con el resultado. Más de una vez se encontrarán que dicen una cosa, pero su cara no acompaña en absoluto al discurso. Diviértanse y aprendan por sí mismos.

Los impulsos emocionales acompañan constantemente a nuestras acciones cotidianas. Las cinco (según se consideren, porque en realidad son un continuo) emociones básicas, intervienen en alguna proporción sin que las detectemos, desempeñando con normalidad su función en coordinación con los dos hemisferios del neocórtex. En ese estado desempeñamos nuestras funciones de forma eficaz y es —o debería ser, el estado normal, lo que se denomina el estado DMN (Default Mode Network), un estado de funcionamiento por defecto que tiene su red propia de funcionamiento neuronal y que Robert Ornstein describe muy bien, aunque el asunto es conocido desde hace décadas.

La excesiva emocionalidad bloquea al DMN y desencadena la producción de neurotransmisores que provocan reacciones no habituales en nuestro cuerpo, preparándole para lo que pueda venir, quizá salir huyendo o luchar. Son estados excepcionales que son bienvenidos por muchas personas porque les sacan de su DMN habitual, al que consideran demasiado aburrido, poco estimulante. Así que se lanzan a conducir un vehículo a toda velocidad, o a realizar una actividad de riesgo, incluso una pelea, para que su cuerpo libere neurotransmisores. La alternativa es ingerir algo que los desencadene, como alcohol o drogas, o mirar, oír, hacer o sentir cosas fuertemente estimulantes.

La cultura occidental, al mismo tiempo que ha desarrollado el mundo tecnológico ha desarrollado también formas de salirse del DMN alienante de la rutina diaria, porque puede ser insoportable. Recuerdo, en una de mis etapas de aprendiz —que aún siguen, estar ocho horas al día sentado en una máquina atento a conformar un trozo de tubo de vidrio a medio fundir, a base de coordinar constantemente el movimiento de cada mano y de un pie. Mi mente, para salir de esa cárcel sensorial, transformaba los sonidos de la máquina y mis acciones repetitivas en ritmos musicales. Si la música fallaba es que algo no iba bien, y yo salía de mi ensimismamiento mental y atendía al problema —si llegaba a tiempo.

Una de las tecnologías más importantes que ha desarrollado esta cultura para salir de la monotonía habitual es el cine y su sucesora, la televisión. En ellas se combina la imagen y el sonido, sea en forma de palabra, ruido o música. Frecuentemente, sus contenidos están fuera de nuestro campo emocional experiencial. Por ejemplo, a no ser que se trate de directos, lo habitual es que se comprima o expanda el espacio y el tiempo de forma inconexa, abundando los flashbacks.

La forma de hacerlos aceptables a nuestros mecanismos cerebrales suele ser amortiguando las distorsiones espacio-temporales a base de asociarlos a emociones musicales. Las notas musicales ligan contenidos (en el plano emocional) que normalmente nuestros cerebros rechazarían porque no tienen correspondencia con la realidad. El abuelo de un amigo mío, poblador del mundo rural, se escandalizaba ante las imágenes del cine: “¡Hala, ya es de día! ¡Hala, otra vez ya es de noche! ¡Qué disparate, por favor!” Así, con un constructo, se salva una tecnología imperfecta, pero como el ser humano es tan adaptable, se la acepta y para la inmensa mayoría de las personas se convierte en algo habitual.

De la misma forma nuestra cultura acepta y promociona el uso y abuso de los aspectos emocionales extraordinarios, convirtiéndolos en ordinarios. La publicidad asocia emociones, vengan o no a cuento, para sus promociones comerciales. La música, que mueve sentimientos y memorias profundas, más allá del mundo habitual, se banaliza. Las exaltaciones emocionales se confunden con espirituales, incluso con conocimiento, pero nuestra mente sabe en el fondo (¿o ya no?) que lo que está en la pantalla o en el escenario no es lo mismo que el mundo real.

La educación formal no se ocupa de la educación emocional básica, que es la barrera que abre el paso, o lo cierra, a la comprensión y a la inteligencia, incluso a la llamada inteligencia emocional(5). También la educación ambiental o la educación para la sostenibilidad, emplea habitualmente el uso del comodín de la música para engrasar sus enseñanzas. Los típicos documentales sobre la naturaleza que frecuentemente se transmiten por televisión, y contienen siempre un fondo musical que los alejan tanto de la realidad que los podemos utilizar convenientemente como ruido blanco de fondo a la hora de la siesta.

Lo emocional puede ser fuerza impulsora de vocaciones vitales, pero no cualquier forma de emoción sirve. De hecho, emocionalidades mal dirigidas pueden producir la desconexión de la realidad a la que me he referido. La proliferación de elementos ambientales en los medios no está produciendo —no los puede producir, los efectos de concienciación que suelen buscarse.

Nuestro funcionamiento cerebral es mucho más complejo de lo que habitualmente imaginamos y con más limitaciones de las que desearíamos. Respecto a los retos ambientales y al tremendo reto de la sostenibilidad, necesitamos estudiar cómo hacer un bypass a algunas realidades fisiológicas. Por ejemplo, el hecho de que estamos cableados para abordar bien lo inmediato, menos lo mediato, que ya requiere un esfuerzo de comprensión, e ignora el largo plazo. Lo que está lejos forma parte de un universo abstracto que excluye la incorporación de la sensación de realidad. Los discursos, las enseñanzas de lo ambiental y de la sostenibilidad, flotan en el éter de lo irreal. Podremos hablar de ello, pero no actuaremos en profundidad a menos que pongamos los medios cerebrales adecuados, o tenido experiencias reales.

Para abordar los temas de sostenibilidad y esos temas tan inocentes y aparentemente tan fáciles como los ambientales, necesitamos ante todo visualizar de qué estamos hablando, el contexto cultural en el que la humanidad se ha ido introduciendo, los medios que tenemos a nuestro alcance, nuestras limitaciones como seres vivos en general y las de cada uno de nosotros en particular, y las características cerebrales potenciales que tenemos a nuestra disposición para que las desarrollemos.

A mi forma de ver, cualquier intento de solución pasa por el contexto emocional. El primero es dar soporte emocional al nuevo ser que llega a este planeta, para que se sienta bien recibido, y para que sienta que tiene un lugar en este plano de existencia. El segundo, es enseñarle a gestionar sus emociones para que pueda llevar a cabo su proyecto de vida, ese proyecto que, se supone, viene esbozado en su ADN, o en donde sea. Enseñarle qué es lo que sucede cuando las hormonas, o las circunstancias, desmadran sus emociones y cómo gestionarlas. Enseñarle el uso del humor y de las actitudes positivas, como motor para salir de los atolladeros. Enseñarle a distinguir realidad de imaginación, y a cómo trasladarse de una a otra para aprovechar sus ventajas…

Nuestra cultura es avanzadísima en el plano tecnológico, pero atrozmente retrasada en el plano humano. Dirigirnos hacia la sostenibilidad es un reto formidable y tiene unos obstáculos que hoy por hoy parecen insuperables, básicamente porque no estamos actuando en esa dirección y hemos idealizado, “emocionalizado”, el camino. Ese camino no discurre por lugares heroicos ni de alta complejidad intelectual, sino por el camino normal de la vida de cada día, viviéndola más conscientemente, y soportando la realidad lo mejor que se pueda, ayudados por la herramienta universal del humor, la que permite mirar a la realidad de frente y actuar con serenidad. Estaría bien llegar a viejos y con una sonrisa murmurar a los más jóvenes: “¡Ojalá vivas! ¡Y aproveches bien tu vida!”.


1 El articulista de hoy fue miembro de la delegación Española que participó en los tres primeros años del IPCC (el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas), también integró el Comité Directivo y en el Grupo de Respuestas Estratégicas. Actualmente realiza investigaciones sobre análisis automático de la circulación general atmosférica por medio de imágenes satelitales.

2  Ver https://atlasofemotions.org/ Este Atlas de las Emociones fue creado por el investigador Paul Ekman a instancias del Dalai Lama (el budismo se ha interesado siempre por las emociones humanas). Está en varios idiomas, incluido el español. Aunque la fluidez de la web deja mucho que desear, merece la pena explorarla, el contenido es bueno, sintético y puesto al día.

3 Al menos según el investigador Robert Ornstein, en su obra póstuma God 4.0, donde se analizan funciones cognitivas trascendentes.

4 Paul Ekman. El rostro de las emociones.

5 Daniel Goleman. Inteligencia Emocional


Ambiente: Situación y retos es un espacio de El Nacional coordinado por Pablo Kaplún Hirsz

Email: [email protected], www.movimientoser.wordpress.com


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