Jerry Silverberg

Hace unas semanas, consecuencia de un accidente en casa, me fracturé un dedo de mi pie izquierdo. En mis años de vida podía sentirme dentro del porcentaje de personas que no había sufrido ninguna fractura, pues eso cambió. A partir de ese momento, luego de una visita al traumatólogo, se sumaron a mi dinámica diaria dos muletas. Estos artilugios pasados de moda, fastidiosos pero extremadamente útiles para la recuperación, no solo ayudan sino que avisan. De forma instantánea, son un megáfono que avisa a otros peatones que no estás al cien por cien de tu capacidad.

Los venezolanos tenemos en nuestra memoria una etiqueta donde nos autodenominamos colaboradores. Ese pueblo que le encanta ayudar. Desde el arraigado impacto cultural de las migraciones europeas posguerra, o incluso las migraciones latinoamericanas; pero también entre nosotros mismos, tenemos esa imagen de la señora del pueblo que te invita una taza de café desde su silla de mimbre en el portal de la casa con la puerta entreabierta, aún sin conocerte.

En las últimas dos décadas, la cantidad de negativismo, de enfrentamientos sociales e incluso el fuerte impacto económico en las familias, me hacía percibir que esa característica de ayuda al prójimo estaba borrándose. Confieso que sentía casi borrada la benevolencia en la sociedad.

Cuando me tocó salir a la calle, a caminar, a bajarme del carro, a trabajar con mis muletas, comencé a redescubrir esa cara amable del venezolano. No existió una persona que no me ofreciera su ayuda, ya sea explícitamente con palabras o con su actitud. Las personas en las aceras te dan paso, te indican alguna de las 2.000 irregularidades que de por sí ya hacen peligrosas las aceras para peatones regulares, imagina para unas muletas. Te ofrecen ayuda con el carro, con la silla, con la mesa, sonríen, te ayudan con las miradas… una maravillosa experiencia que me lleva a estas líneas de compartir nuevamente la reflexión sobre cuánto daño nos pueden hacer las etiquetas de lo negativo como sociedad. Cuánta carga le otorgamos nosotros mismos a las cosas negativas, cuánto nos hemos dejado robar como ciudadanos o personas. Esta profunda crisis del país nos ha llevado al borde del precipicio de la desesperanza.

Con solo cambiar la perspectiva, con abrir el espectro de visión, podemos encontrarnos con una realidad diferente. Venezuela sigue teniendo como mejor recurso a su gente, a su amabilidad, su rochela y sus ganas. La amabilidad del venezolano está accidentada, no debemos ocultar que en la balanza de importancia, el día a día, es abrumador con un una espesa nube de incertidumbre y angustia por lo básico para sobrevivir, pero está allí. Con esas muletas se ha mantenido, ha sobrevivido y además ha avanzado en medio de todo lo malo. La maravillosa hermandad venezolana continúa siendo una de las características más resaltantes de nuestra tierra. Hoy corro, literalmente, hacia el camino donde sigue el positivismo en la cabeza de la carrera. ¿Y tú, con cuál versión te quedas?

 


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