Entre el 17 y el 26 de junio de 1959, durante el Primer Festival del Libro bajo la dirección de Manuel Scorza, que moriría en Mejorada del Campo en un avión de Avianca que traía a Colombia varios invitados de Belisario Betancur a uno de esos ágapes que le organizaba Darío Jaramillo Agudelo en la Casa de Nariño, se vendieron en Bogotá, Cali y Medellín 300.000 unidades de libros de autores colombianos, 30.000 de ellos de La HojarascaEl Espectador del 23 de agosto dijo entonces: “GGM fue un autor discutido, ahora es un escritor consagrado”.

Casi un año después, en un periódico desconocido [Acción Liberal, Nº 2, Bogotá, 1960], GGM publicaría [La literatura colombiana, un fraude a la nación, una literatura de hombres cansados] un texto sobre la mediocridad de la entonces literatura colombiana y la sed de buena literatura de sus lectores.

Como se ha reseñado recientemente, aquel comentario quiso ser un balance de cuatro siglos de literatura nacional, realizado, precisamente, por quien es hoy el más grande de nuestros escritores, “el único admirado y conocido en el mundo entero”. GGM con su acostumbrada aparente ligereza de juicio, pero con un acierto inigualable, señalaba cómo para entonces el único autor reconocido fuera de Colombia era el articulista Germán Arciniegas, a quien, precisamente, no podía considerarse un creador o un artista y que Tomás Carrasquilla no era conocido merced a que había escrito en antioqueño y no podía compararse con Gallegos, Neruda o Mallea a pesar de sus espléndidos argumentos. Nuestra literatura se reducía, entonces, “a tres o cuatro aciertos individuales, a través de una maraña de falsos prestigios”, así hubiesen aparecido en 300 años 800 novelas y Piedra y cielo, el movimiento poético inventado por Carranza para españolizar la pobre poesía colombiana, resultaba un fenómeno más histórico que estético, que solo los malos novelistas han escrito más de una novela, y “los pocos cuentos buenos no los han escrito los cuentistas y a la inversa, los cuentistas consagrados no han escrito los mejores”, etc., etc. Y enumeraba ciertos hechos que no terminan por estudiarse o sanar:

«En Colombia se han ensayado todas las modalidades y tendencias de la novela y la narración. Se han experimentado todos los manierismos poéticos e inclusive buscado de buena fe nuevas formas de expresión. Pero, aparte de que las modas han llegado tarde, parece ser que nuestros escritores han carecido de un auténtico sentido de lo nacional, que era sin duda la condición más segura para que sus obras tuvieran una proyección universal.

En la segunda mitad del siglo XIX, mientras el hombre colombiano padecía el drama de las guerras civiles, los escritores se habían refugiado en una fortaleza de especulaciones filosóficas y averiguaciones humanísticas. Toda una literatura de entretenimiento, de chascarrillos y juegos de salón prosperó en el país, mientras la nación hacía el tránsito hacia el siglo XX. Los costumbristas no se interesaron por el hombre sino en la medida en que constituía el elemento más pintoresco del paisaje. En la edad de oro de la poesía colombiana, se escribieron algunos de los mejores poemas europeos del continente. Pero no se hizo literatura nacional. […]El esfuerzo individual, el puro trabajo físico, puede producir un escritor esporádico y es de todos modos condición indispensable de la creación, pero ni la sucesión ni la coincidencia de unos cuantos escritores conscientes en tres siglos, pueden producir una auténtica literatura nacional. Al parecer, ese es el caso de Colombia. Incidentalmente, habría que decir en favor de esos buenos escritores eventuales, que su obra es tanto más meritoria en Colombia cuanto que ha sido un trabajo de horas escamoteadas a la urgencia diaria. No existiendo las condiciones para que se produzca el escritor profesional, la creación literatura queda relegada a las ocupaciones que dejen libre las ocupaciones normales. Es, necesariamente, una literatura de hombres cansados. […] Se ha escrito varias veces la historia de la literatura colombiana. […] Pero en la generalidad de los casos esa labor ha estado interferida por intereses extraños, desde las complacencias de amistad hasta la parcialidad política, y casi siempre distorsionada por un equivocado orgullo patriótico. De otra parte, la intervención clerical en los distintos frentes de la cultura ha hecho de la moral religiosa un factor de tergiversación estética. […] La literatura colombiana, en conclusión, ha sido un fraude a la nación”.

En la misma edición de El Espectador donde se reseña la premonitoria nota de GGM, el poeta tolimense hace un extenso elogio de la, así llamada, poesía de Álvaro Mutis, el más grande camelo de nuestra literatura en casi quinientos años.

Lo que no recuerdan los lectores es que para la fecha en que GGM publicó su texto en ese diario liberal, Álvaro Mutis estaba recluido en la cárcel de Lecumberri en ciudad de México y que ya gozaba entre las roscas literarias continentales prohijadas por las empresas petroleras norteamericanas y sus premios de novela, de un creciente prestigio fomentado por su insaciable apetito de fama y poder. Lo cierto es que GGM le ignora como narrador y como poeta en el momento de su balance de la literatura colombiana, así hubiese ya publicado en Lozada de Buenos Aires, Los elementos del desastre, 1953 y en Mito de Bogotá, Reseñas de los hospitales de Ultramar, 1955. Ese año, 1960, la Universidad Veracruzana publicó el Diario de Lecumberri, un pastiche donde imita descaradamente el Journal du voleur y Notre Dame des Fleurs de Jean Genet que habían aparecido, respectivamente, en Gallimard en 1949 y Barbezat-L’Arbalète en 1948.

Porque nadie, como GGM, ha hecho el retrato preciso de este falsificador y corruptor de la literatura colombiana durante más de medio siglo. En Homenaje al amigo, otra de sus obras maestras, donde aparentando el elogio hace una reseña de los delitos del encomiado, publicado el 16 de diciembre de 2001 en El País de Madrid, dice cosas como estas que voy a transcribir en extenso, para goce del lector y ajuste de cuentas con el farsante:

“Álvaro Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios mutuos. Sin embargo, hace 10 años justos y en este mismo sitio, él violó aquel pacto de salubridad social, sólo porque no le gustó el peluquero que le recomendé. He esperado desde entonces una ocasión para comerme el plato frío de la venganza, y creo que no habrá otra más propicia que ésta. Álvaro contó entonces cómo nos había presentado Gonzalo Mallarino en la Cartagena idílica del 49. Ese encuentro parecía ser en verdad el primero, hasta una tarde de hace tres años o cuatro años, cuando le oí decir algo casual sobre Félix Mendelssohn. Fue una revelación que me transportó de golpe a mis años de universitario en la desierta salita de música de la Biblioteca Nacional de Bogotá, donde nos refugiábamos los que no teníamos los cinco centavos para estudiar en el café. Entre los escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno de nariz heráldica y cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos minúsculos como los de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro de la tarde, y pedía que tocaran el concierto de violín de Mendelssohn. Tuvieron que pasar 40 años hasta aquella tarde en su casa de México, para reconocer de pronto la voz estentórea, los pies de Niño Dios, las temblorosas manos incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello. ‘Carajo’, le dije derrotado. ‘De modo que eras tú’. […]

Álvaro había sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e innumerables. A los 18 años, siendo locutor de la Radio Nacional, un marido celoso lo esperó armado en la esquina, porque creía haber detectado mensajes cifrados a su esposa en las presentaciones que él improvisaba en sus programas. En otra ocasión, durante un acto solemne en este mismo palacio presidencial, confundió y trastocó los nombres de los dos Lleras mayores. Más tarde, ya como especialista de relaciones públicas, se equivocó de película en una reunión de beneficencia, y en vez de un documental de niños huérfanos les proyectó a las buenas señoras de la sociedad una comedia pornográfica de monjas y soldados, enmascarada bajo un título inocente: El cultivo del naranjo. Fue también jefe de relaciones públicas de una empresa aérea que se acabó cuando se le cayó el último avión. El tiempo de Álvaro se le iba en identificar los cadáveres, para darles la noticia a las familias de las víctimas antes que a los periódicos. Los parientes desprevenidos abrían la puerta creyendo que era la felicidad, y con sólo reconocer la cara caían fulminados con un grito de dolor.

En otro empleo más grato había tenido que sacar de un hotel de Barranquilla el cadáver exquisito del hombre más rico del mundo. Lo bajó en posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado de emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó quién iba dentro, le dijo: ‘El señor obispo’. En un restaurante de México, donde hablaba a gritos, un vecino de mesa trató de agredirlo, creyendo que en realidad era Walter Winche, el personaje de Los intocables que Álvaro doblaba para la televisión. Durante sus 23 años de vendedor de películas enlatadas para América Latina le dio 17 veces la vuelta al mundo sin cambiar el modo de ser. […]

Me preguntan a menudo cómo es que esta amistad ha podido prosperar en estos tiempos tan ruines. La respuesta es simple: Álvaro y yo nos vemos muy poco, y sólo para ser amigos. Aunque hemos vivido en México más de treinta años, y casi vecinos, es allí donde menos nos vemos. Cuando quiero verlo, o él quiere verme, nos llamamos antes por teléfono para estar seguros de que queremos vernos. […]

Otro buen sustento de esta amistad es que la mayoría de las veces en que hemos estado juntos ha sido viajando. […] De Barcelona a Aix-en-Provence aprendí más de trescientos kilómetros sobre los Cátaros y de los papas de Avignon. Así en Alejandría como en Florencia, en Nápoles como en Beirut, en Egipto como en París. Sin embargo, la enseñanza más enigmática de aquellos viajes frenéticos fue a través de la campiña belga, enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de los barbechos recién abonados. Álvaro había manejado durante más de tres horas, aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo: ‘País de grandes ciclistas y cazadores’. Nunca nos explicó qué quiso decir, pero nos confesó que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos de descuido suelta frases como aquella, aun en las visitas más propias y hasta en los palacios presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras escribe, porque se vuelve loco y se sacude y patalea por las ansias de corregirle los libros.

Con todo, los mejores recuerdos de esa escuela errante no han sido las clases sino los recreos. En París, esperando que las señoras acabaran de comprar, Álvaro se sentó en las gradas de una cafetería de moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco, y extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la típica acidez francesa: ‘Es un descaro pedir limosna con semejante suéter de cashemir’. Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos recogió cuarenta. […]

Estos exabruptos de Álvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvió a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a verse distinta de como se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de la Sabana. En Nueva York le pedí una noche que se quedara cuidando a mi hijo de 14 meses mientras íbamos al cine. Ella nos advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado, porque en Manizales había hecho el mismo favor con un niño que no paraba de llorar, y tuvo que callarlo con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso se lo encomendamos otro día en los almacenes Maysis, y cuando regresamos la encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al niño, ella trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo: ‘No se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía siete años, y ahora vean lo bien que le va’. […]

Siempre pensé que la lentitud de su creación era causada por sus oficios tiránicos. Pensé además que estaba agravada por el desastre de su caligrafía, que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso mismo, y cuyos trazos de vampiro harían aullar de pavor a los mastines en la niebla de Transilvania. Él me dijo cuando se lo dije, hace muchos años, que tan pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al día con sus libros. Que haya sido así, y que haya saltado sin paracaídas de sus aviones eternos a la tierra firme de una gloria abundante y merecida, es uno de los grandes milagros de nuestras letras: ocho libros en seis años.”

Mutis, que no nació en Bogotá sino en Bélgica mientras su padre gozaba de las canonjías de la diplomacia al decirse descendiente de José Celestino Mutis, el sabio gaditano que despertó las pasiones del Barón de Humbolt, no estudió ni el bachillerato pues gracias a las raras intuiciones de su madre, Carolina Jaramillo viuda de Mutis, se educó en los billares y prostíbulos del centro de la capital colombiana, hasta que un golpe de suerte y politiquería le puso, a los 17 años, de director de la Radio Nacional cuando descendió al averno que le llevaría a la gloria: la Standar Oil Company de los Rockefeller, que desde 1870 ha sido la más poderosa y temida empresa del mundo.

La ESSO, que derrocó a Hipólito Irigoyen y Ramón Castillo, embargó las nacionalizaciones de Lázaro Cárdenas, tumbó a Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz en Guatemala, a Víctor Paz Estensoro en Bolivia, a João Goulart en Brasil, a Salvador Allende en Chile, a Juan Velasco Alvarado en Perú,  colaborando en la derrota de Perón y derrocando a Arturo Frondizi, desnacionalizando el petróleo brasileño con la Operación Brother Sam, etc., etc., encargó al recién inaugurado poeta la nada fácil tarea de convencer, no sólo de palabra sino de obra,  a un buen número de los 90 miembros de la Asamblea Nacional Constituyente que había legitimado el golpe de estado del dictador Gustavo Rojas Pinilla, de votar ahora en su contra, principalmente porque Rojas se disponía, aconsejado por Antonio García, el socialista asesor de Paz Estensoro, a nacionalizar el petróleo colombiano. Actividades que fueron descubiertas por el Servicio de Inteligencia Colombiana (SIC) que controlaba el ministro de gobierno  Lucio Pabón Núñez,  quien ordenó la inmediata captura del culpable, que con la ayuda de Leopoldo Mutis, su hermano; el marchante de arte Casimiro Eiger y un caballero de industria, don Álvaro Castaño Castillo, en una avioneta de la compañía petrolera logra huir hacia Cuba, hospedándose en casa del músico Julián Orbón, para luego trasladarse a México, donde el gobierno colombiano solicitó su extradición acusándole de ser el instrumento de una empresa extranjera para derrocar el gobierno legítimo.

Mutis dijo entonces que había dilapidado en juergas y comilonas con amigos las enormes sumas que la ESSO destinó a los sobornos de los constituyentes como pretendidas partidas de ayuda en obras de caridad, pero como los intereses políticos de la dictadura colombiana apuntaban a una denuncia contra la petrolera, los abogados de esta aconsejaron a Mutis cometer una infracción que le llevara a la cárcel e impedir así su extradición, para lo cual se urdió la patraña de que el exiliado y perseguido intelectual había atropellado a una anciana y su nieto en una avenida mexicana, abandonando el lugar del crimen, siendo detenido y confinado en Lecumberri,  sin proceso,  por los quince meses que tardó en caer Rojas Pinilla.

Allí le visitaron varios periodistas que han contado esta historia. La Junta Militar que reemplazó a Rojas se desentendió del asunto, pero solo doce años después, en 1969, siendo canciller su amigo Alfonso López Michelsen durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, pudo regresar a Colombia. López Michelsen haría borrar todo vestigio de esta historia de los expedientes judiciales mexicanos con la ayuda de Antonio Carillo Flórez, el todo poderoso Secretario de Relaciones Exteriores de Gustavo Díaz Ordaz, [informante de Agencia Central de Inteligencia y cerebro de los asesinatos masivos de estudiantes durante la rebelión estudiantil mexicana], quien sería, además, director del Fondo de Cultura Económica en los años de la entronización de Mutis como poeta y como premio a sus servicios y sus prisiones, dos de los empleos más fabulosos que puede tener alguien en el mundo: un vendedor de películas de Hollywood aficionado a la poesía, pero protegido por el Center for Inter American Relations.

La “obra” de Mutis ha sido, tercamente publicada y popularizada, bajo la dirección de su hijo Santiago Mutis Durán, por el Instituto Colombiano de Cultura y otras entidades no gubernamentales financiadas con dinero público como la Fundación para el Fomento de la Editorial Norma con sede en Cali, mejor conocida como la Fundación Carvajal.

Tanto la llamada «poesía» como su prosa son ejemplos incontestables del arte de la sociedad de consumo. Para él la literatura fue entonación o estilo, no comunicación. Epígono de la voz radial de Jorge Zalamea en sus traducciones de Perse, Mutis hizo de sus monodias presagio de la vacuidad, o como él prefería llamarla: desesperanza. Desde Los elementos del desastre (1952), Reseña de los hospitales de ultramar (1959) y Los trabajos perdidos (1964) «lo mismo» es el asunto.

Decadencia, soledad, ruina física y moral, trivia, abulia, pocilgas, camastros, mendrugos, trapos y errancia son las rutas y geografías que recorre sin descanso, y sin que importe al lector, Maqroll el Gaviero, sosias y único pretexto literario de Mutis. Y como en las óperas de Verdi, el cambio de telón apenas deja sospechar un cambio de repertorio: Bengala, Tashkent, Akaba, Caucasia, Alaska, Trinidad, Jamaica, Spira, Amberes, Cócora, Paramaribo, Hamburgo, Cádiz, Belem do Para, etc., todos los caminos llevan a «lo mismo». Quien maneja los hilos del aventurero Maqroll, y el aventurero mismo, nunca conocieron las gratificaciones de la salud corporal, del diálogo y el entendimiento, sólo la peste del cuerpo y el monólogo. Para ellos, avezados «fuera de la ley», acaso apenas importe reflejar en los Otros y ¿el lector? su pestilente chorro de voz y la miseria de sus recuerdos.

Tras años de escribir una poesía esporádica, que nunca dejó de ser fragmentaria, con la publicación de sus «novelas» conoció la soñada fama que ansiaba en los aviones que le llevaron 17 veces alrededor del planeta «sin cambiar el modo de ser», como anota García Márquez.

La nieve del almirante (1986), por ejemplo, lleva a Maqroll por el río Xurandó a la búsqueda de unos aserríos, y de un comedero de camioneros en medio de la neblina y los precipicios de una selva tropical, con el único propósito de comprobar que la vida es «un caótico derrumbe de proyectos y desastradas aventuras». En Liona llega con la lluvia (1988), mientras regencia un burdel, los viajes del protagonista y los personajes secundarios son una pesadilla causada por los itinerarios de las agencias de viajes. En tres páginas recorre África del Sur, Tenerife, New Orleans, Khyros y Marsella, Liona es de Trieste, hija de macedonios; Larisa (Maqroll con faldas) conoce Singapur, Estocolmo, Buenos Aires, Palermo y tiene fantasías sexuales con un coronel de Napoleón y un consejero de los duques venecianos: Un bel morir (1989), sumerge al Gaviero en los pataleos de la violencia colectiva y al personaje central, en un aburrimiento mortal, que nadie entiende. La última escala del Tramp Steamer (1989), confunde la adición del narrador con un barco fantasma y la crónica de un capitán vasco, enamorado de una hermosa loca propietaria de un navío, que como el narrador y el protagonista, está carcomido por la inercia. La ruta es de nuevo interminable: San Petersburgo, los canales de Finlandia, los caladeros de Costa Rica, Jamaica, el Orinoco, las selvas venezolanas. En Amirbar (1990) se interna por caminos de muías al encuentro con un socavón de una mina de oro y las fornicaciones con una Odette urania. Abdul Bashur, soñador de navíos (1991), es un levantino que no conoce el perdón, pero considera inútil cualquier forma de venganza. (Felices los felices, había dicho Borges). Tríptico de mar y tierra (1993) presenta una suerte de abuelo Maqroll conversando con un nieto repipi que pregunta más que una lora; seguido de los recuerdos de su amistad con Alejandro Obregón y por último, el suicidio de un tal Sveren Jensen, que le escribe una carta contando su determinación.

Las «novelas» de Mutis son testimonio de la horrísona posmodernidad no sólo porque narran la desgracia de un hombre que vivió el papel que no le correspondía, sino porque su prolongada experiencia como caballero de industria le enseñó, que con renovadas estrategias de mercadeo y algunos premiosas posible convertir cualquier cosa, incluso la literatura, en un ítem más de los estantes de los supermercados. Como ha dicho recientemente Jorge Child, uno de sus compañeros de generación: «Tal vez Álvaro Mutis no ha llegado a ninguna profundidad literaria porque no ha sido capaz de abordar su verdadera historia, que mantiene escondida con la ayuda de sus amigos. Esa historia no sólo es di vertida e ingeniosa, sino que relatada por un escritor si miedos podría comunicarnos la profunda rebelión de la condición humana».

Durante años Álvaro Mutis estuvo empeñado en ganar todos los premios estatales del Reino de España. Ambiciones legítimas todas, le encantaban los premios y las traducciones y pero más las camarillas que fue fundando cuando se dio cuenta que la gente no lo reconocía en parte alguna como poeta, sino como Walter Winchell, la voz del periodista norteamericano a quien doblaba para Los Intocables, una serie de la televisión mexicana con quien Mutis tuvo más de una coincidencia: de joven amó el vodevil y el cotilleo hasta convertirse en el chismoso estrella del New York Daily Mirror y la voz misma de los cigarrillos Lucky Strike. Políticamente comenzó atacando a Hitler para terminar siendo uno de los más notorios macartistas. Como Mutis, también padecía del Mal de San Vito.

Hambriento de premios y reconocimientos, como buen relacionista público supo que lo mejor para la venta de un producto había que agenciarse un club de entusiastas en los medios más importantes donde el bien va a ser puesto al mercado. Mutis tuvo una legión de seguidores que alimentaba como pájaros de jaula a través del teléfono y las cartas y las visitas que su hijo más despreciado, Santiago, les hacía para recordarles, mientras les entregaba un ejemplar de sus revistas Lady Godiva o Malversaciones desde La Soledad, publicadas en alguna editorial del estado colombiano, pero repletas de elogios al dipsómano de Coello.

García Márquez llamó a esta virtud «su generosidad de maestro de escuela»: «Ningún escritor que yo conozca -agrega el Nobel- se ocupa tanto como él de los jóvenes. Los instiga a la poesía contra la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los hipnotiza con su labia florida, y los hecha a rodar por el mundo, convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento». «Poetas» que terminaban en las redacciones culturales de los diarios de México, Bogotá, Madrid o París, o firmando los varios libros de entrevistas que se hacía él mismo para difundir su sabiduría. Tan formidable era vendiendo sus libros, que los Hermanos Melo crearon en Cali un remedo de editorial para difundirlo. Y que sabía trabajar con la plata de los organismos del estado, lo demostró con su prolongada influencia en Premios, Becas y especialmente en viajes a Ferias del Libro donde le rendían homenajes dos veces cada año. Colcultura pagaba los pasajes y las borracheras, pero lo hacía con la conciencia limpia, pues contribuía al prestigio de Colombia como una nación de delincuentes de cuello blanco. Mutis mejor que poeta fue un hampón.

Desde que descubrió que José María Aznar iba a ser presidente y que era bueno acomodarse un Cervantes o un Príncipe de Asturias entre el chaleco, Mutis no dejó de hacer cualquier cosa para llamar la atención de la monarquía española. Se sabe que se enamoró mucho de una hija de Felipe II, la infanta Catalina Micaela, cuyo verdadero nombre fue María Dolores de Cospedal y cuyo retrato hizo Sánchez Coello. Cada semana iba a El Prado a mirar el cuadro, antes de caer de improviso donde Mariano Rajoy y Esperanza Aguirre, a quienes obsequiaba con rancios epítomes que compraba a Almojábana Grandes y su marido mamerto.

A esta pasión erótica agregó, desde los años de la transición del franquismo a la monarquía, una tremenda lambonería hacia el Rey de España, a quien no dejaba de comparar con Enrique IV de Francia, el primer Borbón. Juan Carlos también iba a sobrevivir a los Valois de nuestro tiempo, iba a vencer a la maldita Catalina de Medicis e incluso, si el pasado lo permitía, llegaría el día que en la historia de Don Juan Carlos apareciera alguien sentado en un inodoro, y al morir, permitiría que él ascienda al trono.

Mutis era monárquico porque cuando estaba chiquito su mamá le compró una vieja aureola que usaba Rasputín y cuando se achispaba se coronaba para celebrase ante el espejo mientras gritaba: espejito, espejito, dime cual es el mejor poeta del cosmos y el espejo, con una voz de Alzheimer, le respondía: Juan Manuel Roca. Por eso dijo que en España  «nadie sabe dónde iremos a parar con estos rojos» agregando enseguida el lambetazo al Rey, la Reina, el Príncipe, las Infantas, recordando que entre esos que no han tenido la menor noción acerca del destino están sus conmilitones Belisario Betancur, César Gaviria Trujillo y el mismísimo Ernesto Samper, un empleado de los hermanos Rodríguez Orejuela que han ordenaron a otro de sus subalternos, el entonces gerente de ArtEria, Ramiro Osorio, la creación de un Ministerio de Cultura que seía controlado desde la casa de Mutis en México.

Lo que nadie dijo en esos años, es que Álvaro Mutis, cuando no existían los Premios Cervantes y Príncipe de Asturias, iba por el mundo diciendo toda clase de desatenciones sobre su majestad, como aquella vez que exigió, en una entrevista a María Mercedes Carranza, la Constituyente Lírica del M-19, en su Extravagario de El Pueblo de Cali, afirmar que él «creía en el destino de los pueblos ungidos por Dios porque  soy monárquico legitimista. Es más, pienso que la independencia fue un despojo y que Colombia es una inmensa finca que no hay que devolver a los Tukak Makú. Nuestro gobernante debe ser don Juan Carlos Teresa Silvestre Alfonso de Borbón y Battemberg, Conde de Barcelona, junto a las Duquesas de Soria y Badajoz y no Juan Carlos, su hijo, que es un usurpador».

http://cubanuestra2eu.wordpress.com/2011/08/30/alvaro-mutis-un-fraude-a-la-nacion/


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