El director Andrew Haigh tomó la novela Strangers del escritor japonés Taichi Yamada, y la versionó como una historia de amor entre dos hombres devastados por la soledad. El resultado es All of Us Strangers, una oda al romance crepuscular, en clave de tragedia delicada y melancólica.

Adam (Andrew Scott) disfruta de su soledad. No la ama, ni tampoco la rechaza. Simplemente, se encuentra en un punto neutro, en que la necesidad de contacto humano pasa por su inmensa insatisfacción. El director Andrew Haigh convierte el drama silencioso y claustrofóbico de la novela Strangers del escritor japonés Taichi Yamada en una deliberada exploración sobre el dolor, la búsqueda de propósito y de esperanza. También, en un recorrido íntimo a través de los pequeños sufrimientos de la vida adulta. Todo en clave de una historia que se toma su tiempo para analizar a su personaje y en especial a su entorno.

Porque esta historia de amor entre dos hombres profundamente desdichados comienza por recorrer los espacios de Adam, como preludio de lo que vendrá. Scott, un actor que logra crear tensión a través de expresiones mínimas, encuentra en los escenarios imaginados por Haigh su mejor escenario. Director y actor, logran crear un ritmo cuidadoso, un compás entre las reflexiones del personaje y el contexto que le rodea. De modo que durante los diez primeros minutos —un ballet de sombras que Scott ejecuta con una virtuosa precisión— la cinta detalla todo lo que hay que saber para comprender a la figura cabizbaja en pantalla. A saber: este escritor, aislado, que siente, podría ser —o es, en su imaginación— el último hombre en la Tierra, tiene el corazón roto. Mucho más, se desliza por la sensación perenne que su necesidad de reconstruir su vida a la media de sus ambiciones —desea ser escritor— pasa por perdonarse a sí mismo.

También, perdonar su pasado. Haigh, que es un veterano en imaginar la fragilidad masculina, logra con All of Us Strangers un recorrido cuidadoso acerca del aislamiento emocional y mental. A la vez, de la búsqueda de un sentido del impulso. Constantemente, Adam se pregunta quién es o, en el mejor de los casos, quién desea ser. La respuesta no es sencilla y el director —que, también, escribe el guion— se toma el tiempo y la paciencia de analizarla en profundidad. De modo que el tramo inicial de la película refleja cierta idea de la modernidad. Todos estamos solos, en la medida que el mundo contemporáneo está construido para el aislamiento y una necesidad de desarraigo casi involuntaria.

El amor puede cambiar todo 

Haigh lleva entonces ese escenario devastador a la búsqueda del amor, pero no lo hace sencillo ni tampoco la panacea que podría sostener la vida de Adam en un momento precario. Antes de eso, construye la sensación de urgencia, de intentar llenar el espacio, de no tener vínculo con nadie en su vida, con una pulsión amorosa. Se trata de un breve matiz, tan cuidadoso que pasa desapercibido cuando Harry (Paul Mescal) aparece en la vida de Adam. Es una presencia poco bienvenida pero, sin duda, una que ocupa un lugar. O al menos permite a Adam comprender su necesidad de mirarse a través de alguien más.

El director y guionista plantea el romance como una construcción de la memoria. Esto es: poco a poco, ambos hombres encuentran que el silencio interior —la incapacidad para expresar la angusti — se manifiesta como distanciamiento. Al mismo tiempo, con una versión del bien y el mal, que se sostiene sobre la capacidad de ambos para asumir la idea de amar como una pequeña donación del ser. Al menos, de un aspecto intelectual. Es entonces cuando la película alcanza su mejor momento, al enlazar el deseo, la lujuria y la transformación intelectual con una búsqueda de espacios privados novedosos. Esta es una historia de amor y nadie lo duda. Pero también, una reconstrucción cuidadosa, elegante y bien hecha acerca de la necesidad de ser reconocido, sostenido y consolado.

En específico, cuando Haigh se compromete con no dejarse llevar por la idea de que el amor entre Adam y Harry puede sanar las heridas de ambos. De hecho, la percepción de que el sentimiento es solo la materialización de los deseos es lo que hace de la película una búsqueda elegante acerca de la identidad.

El dolor y la belleza del amor pleno 

Con frecuencia, las relaciones homosexuales suelen reflejarse en la literatura desde el dolor, el desencuentro, el desarraigo y la tragedia. Una combinación que parece llevar implícita cierta angustia existencial y, sobre todo, una velada censura sobre relaciones que, la mayoría de las veces, reciben el incómodo epíteto de «imposibles». La historia de Haigh es, de hecho, una meditación muy cercana a las elaboradas reflexiones de Proust sobre el tiempo y el deseo. Una invocación al comienzo de todo despertar sexual y amoroso y un epitafio a esa primera visión sobre el amor que termina desplomándose en el cinismo de la vida cotidiana. Con un punto de vista excepcionalmente hermoso sobre el deseo, el poder de la emoción y sobre todo, de la necesidad de lo romántico —englobado en lo sexual y lo perenne— como parte de las experiencias capitales de cualquier hombre y mujer. La novela contempla el abismo de la soledad y la maravilla del amor transformado en un lenguaje catalizador desde una evidente perspectiva crepuscular.

Quizás lo que más sorprende de la película es que, a pesar de su toque sutil y su reflexión intelectual sobre el amor, se trata de una narración hedonista y muy consciente del valor de lo sexual como elemento que sostiene una presunción clara sobre la identidad. Con una elegante prosa, el autor pondera sobre el sentido del amor contemporáneo con una enorme sutileza, una visión sobre todo lo inasible, de lo inalcanzable.

Con la misma visión de Nabokov sobre Lolita —esa aspiración carnal ambigua, indulgente y peligrosa— pero sin el perturbador ingrediente de lo perverso, Haigh asume la labor de retratar el primer amor desde la perspectiva de cierta celebración espiritual que evade cualquier explicación sencilla. No solo se trata de un recorrido por los hechos y situaciones que crean el amor como una vertiente sobre la fe y la comprensión de la necesidad insatisfecha, sino que, además, lo dota de sentido y de significado. El calor del amor se transforma de anticipación a un fragmento de memoria que se elabora como una idea persistente, compleja y peligrosa que, al final, se sostiene sobre la necesidad de comprender la propia capacidad para el anhelo y el miedo.


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