Jefe de la ONU denuncia una catástrofe humanitaria descomunal en Gaza
Foto: EFE

El Tribunal Internacional de Justicia, órgano judicial de Naciones Unidas, ha advertido a Israel de la posible comisión de un delito de genocidio sobre la población palestina de Gaza, que es como si le hubieran dicho a Truman que pusiera cuidado con sus bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki o a sir Arthur Harris por la estrategia del «bombardeo de saturación de áreas» que redujo a escombros las principales ciudades de Alemania. Vale lo mismo para Lyndon B. Johnson y sus oleadas de B-52 sobre Vietnam del Norte o para las 18.000 toneladas de bombas que cayeron sobre Bagdad y Basora en las primeras 24 horas de la ofensiva de 1991. Conviene, pues, hacer algunas precisiones sobre el término genocidio, que, últimamente, se utiliza con el mismo desahogo que «nazi» o «fascista», con la intención, creo yo, de relativizar lo que se hizo con el pueblo judío, porque de los pobres armenios o tutsis ya no se acuerda nadie. En Alemania, primero, y luego en los territorios ocupados por las fuerzas armadas germanas, bajo el mando supremo del partido nazionalsocialista –que hubo generales de la Wehrmacht que afirmaron cínicamente que no se enteraron de nada– se llevó a cabo un programa de exterminio de la comunidad hebrea, por fases, pero sostenido, bajo el amparo de una legislación ad hoc, aplicada minuciosamente por los tribunales civiles y militares, y, en demasiados casos, respaldada por las poblaciones locales y la inhibición general de la sociedad civil. Las excepciones a la regla fueron mínimas, heroicas, pero mínimas. Y no hablamos sólo del campesino bielorruso o ucraniano, embrutecidos por el comunismo, sino de gentes cultas, con un buen vivir y buena conciencia, clases altas y medias, de las que salieron sus jefes militares, políticos, fiscales y jueces. El genocidio significa que no importa que la víctima fuera rica o pobre, analfabeta o ilustrada, menestral o intelectual, aficionada al fútbol o al baloncesto, hombre o mujer, niño o anciano, listo o tonto, que hubiera luchado en la guerra con el uniforme alemán o bajo la bandera del Zar, alto o bajo, religioso o agnóstico, de derechas o de izquierdas, soltero o casado, ladrón de bancos o banquero, sionista o contrario al Estado de Israel, colono o partidario de un Estado palestino… porque la única condición para su exterminio era la de ser judío. Ningún otro estado, posición o categoría. Solamente ser judío. Y no voy a caer en la indignidad de las explicaciones o las circunstancias, porque detrás de un genocidio sólo cabe esa mezcla de soberbia, miedo y violencia de los pueblos cobardes. Acusar de genocida a Israel es una manipulación política e ideológica rastrera y miserable contra la que debemos alzar la voz. Y sí, se puede apoyar a los palestinos y defender su derecho a un territorio propio, incluso, jalear sus acciones de guerra irregular, pero, hoy, en Gaza, como en la Alemania nazi, no es posible entender el dominio político, económico y social que ejerce Hamás sin la aquiescencia, la pasividad o la inhibición de los 2 millones de gazatíes que, como los habitantes de Dresde, de Hamburgo o de Berlín, sufren los terribles estragos de la guerra. De una guerra, otra más, que comenzó con una matanza de civiles inocentes, de gentes dispares y distintas a las que sólo unía una condición, la de ser judíos. Sé que hay miles de ciudadanos de Israel que piden en las plazas y calles de Tel Aviv el fin de las operaciones militares sobre Gaza. Se equivocan.

Artículo publicado en el diario La Razón de España


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