«“El uso total de la palabra para todos”

me parece un buen lema, de bello sonido democrático.

No para que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo».

Gianni Rodari

Los tres pelos del diablo que alguna vez arrancó el Charro Valiente 7ma. Edición del Taller Juegos para un montaje teatral del TET

Escribí Oficio con mayúsculas. Lo iba a borrar y no lo hice porque pienso que sí, que este es un trabajo enorme, una profesión, un intenso y hermoso trabajo que ha de escribirse con letras capitales. Una labor esencial, fundacional, basal, estimulante ¡Gloria de dioses por los hombres y las mujeres, por supuesto!

Hemos escogido la amable y tenaz tarea de ser reflejos fieles de los individuos y sus condiciones, sus emociones, de las situaciones que han caracterizado al ser humano a lo largo de la historia conocida y hasta de la historia por venir. Hemos elegido ser intérpretes de las historias de otros, ser otro sin perder el sí mismo.

Más allá de estériles vanidades y egos inflados inútiles, nos hemos convertido en reservorios vivientes de las emociones humanas en un mundo, en una región, en un país, cada vez más deshumanizados, más desalmados, como desangelados…  Lo que hacemos en el teatro, en el cine, en la radio y la televisión sirve de referencia, de modelo a otros seres humanos para ayudar a formarse y hasta a encontrarse cada quien consigo mismo, tarde o temprano.

El Teatro es tribuna y paradigma para hablar y escuchar mejor. Espacio amable para ser humano y aprender bastante; bien sea para una petición de manos y otras formas de amor, para hacer un matrimonio o para desplegar otras liturgias, para provocar epifanías, para inventar otras alternativas, para huir del peligro o sucumbir ante él y hasta formarse en la resiliencia, para correr los velos y quitar las máscaras, para rebelarnos ante el mundo y hasta para reinventarlo.

Para poder hacer todo esto, toca prepararse y mucho, porque ¿de qué otra manera puede disponerse una actriz o un actor para poder estar en los zapatos de otro? No importa si el personaje sea hombre o mujer, no importa si sea rey o mendigo, reina o daifa, cuerdo o loco, si es un personaje de otras épocas y otras latitudes, no importa sea civil o soldado, rico o pobre, viejo o muchacho, sea padre o sea hijo….

A veces sin saberlo -o sabiendo secretamente, instintivamente- que en el juego de la vida, en el gran teatro del mundo, el actuar es coso y cosa lúdica, nos entregamos a jugar estas fábulas con y sin música. Somos bien hechores de ciertas memorias de apariencias… Servimos a favor, nada más y nada menos, que de la hechura de la trama de nuestra espiritualidad colectiva, de nuestra historia anímica.

En esta divagación sobre nuestro oficio humanista, me vienen a la memoria tantos intérpretes… Y entonces se me hacen oportunas las palabras de nuestro poeta central Armando Rojas Guardia, cuando en su discurso de incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua, viene hablando de poetas y artistas, de demiurgos, humanistas y nos dice: «… son los jalones, los iconos de nuestra historia espiritual; ellos señalizan el trayecto de nuestra psicología colectiva. Y forma parte de ese entramado emblemático, la deuda moral que tenemos contraída con el procerato civil venezolano del siglo XIX y buena parte del XX: aquellos hombres que en el medio de una sociedad palúdica y a expensas de caudillos, montoneras, atraso institucional y guerras intestinas, clamaron por escuelas, hospitales, carreteras, servicios públicos decentes, pulcritud administrativa, separación de poderes, libertad de pensamiento y de expresión, juego plural de las ideas. Conviene no olvidarlos en este tiempo nuestro de militarismo ramplón, ignaro y hamponil. Aquella deuda moral se tiñe para nosotros del sentido de reparación justiciera que Walter Benjamín denominaba, utilizando el hebreo de sus ancestros, tikun olam, es decir, la noción según la cual la tarea ética y cognitiva de la historia, del recuerdo escenificado, es arrancar del olvido a los oprimidos, a los sometidos; arrancarlos de la amnesia estratégica que les ha impuesto la historia de los vencedores….»

Nos toca prepararnos, diaria y nocturnamente, para mantener afinado nuestro instrumento, nuestras emociones y alcanzar a ser convincentes para nosotros mismos y para los demás. Para poder expresar a cabalidad, para que la acción corresponda a la palabra y la palabra corresponda a la acción, como nos recomendó Shakespeare hace tantos años y con tanta eficacia a los comediantes.

Corresponde observar mucho con todos los sentidos que son más de cinco, aprender a sujetar nuestras impresiones que son como peces nadando; aprender y mantener fresco el sublime y poderoso aparato sensorial y expresivo del que disponemos todos los seres humanos para colmarnos o hasta para poder quedarnos vacíos como soporte nuevo, como la tela nueva del pintor y podamos plenarnos con los próximos colores de un nuevo personaje, de un nuevo montaje, de un nuevo trabajo… Nos toca hacer alquimia para fecundar sensaciones, reflexiones, provocaciones en uno mismo, en el otro, en las y los compañeros de escena y en los espectadores, la mayoría de las veces desde la nada… ¡Y desde esa entelequia levantar portentosas imágenes, palabras, escenas, hechos, reverberaciones y provocaciones!

Esa preparación incluye entrenar la voz y el cuerpo todo: cantar; tocar algún instrumento; leer y estudiar mucho, mucho y mucho; nadar, manejar bicicleta o hacer algún deporte, aunque sea caminar a diario; comer bien y dormir mejor; meditar; tener sueños, tener pesadillas y poder recordarlas para anotarlas; recortar y hacer collages, bailar, pintar o tejer; escribir y llevar las bitácoras de nuestras experiencias de viaje teatrales y de los otros viajes también; deliberar, discrepar o confluir y decir: esta boca es mía, para poder tener a tono el alma y el cuerpo todo. Y, en todo esto, tratar de salir ilesos de la brutalidad, de la mediocridad, de la mendicidad, de la medianía.

Nos toca ser -como lo exigía Antonin Artaud- atletas del alma porque esto es, nada más ni nada menos, que un ejercicio de artesanía física, intelectual y emocional donde estamos en la procura de poner y exponer al ser humano en su más exacta condición carnal posible y llena de fantasías, miedos, confianzas, impertinencias, aciertos, errores, emociones ¡Y el alma ahí!

El actuar es una facultad humana, quizás la más excelsa. Todas y todos tenemos esa predisposición, ese apresto. Hay algunos que en sus vidas cotidianas utilizan esa facultad para engañar, para traficar, para poner peines, para convertirse en falsos gurúes, en héroes inflados a punta de mentiras y escaramuzas letales, a punta de egos inflados, de estériles vanidades, de sintaxis hueca, a punta de promesas incumplidas, a punta de lanza, a punta de pistola. Otros convertimos ese don en arte excelso sabiendo que actuar en el teatro forja a la persona.

Los países que han descubierto estos asertos protegen a sus actrices y a sus actores, a sus artistas del teatro que se les vuelven emblemáticos, ejemplarizantes, porque intuyen o saben que son suyos, que han sido su mejor inversión hasta lograr un ciudadano completo, hasta hacer que broten retoños de ciudadanía ¡Sería tan positivo entonces hacer teatro desde pequeños y mantenerse sobre esas tablas! ¡Que el teatro -como la cultura en su sentido antropológico- sea eje transversal de nuestros estudios, de nuestro hacer, de nuestro ser ciudadano! ¡Sería tan positivo crear más teatros tanto en la provincia como en las capitales y dotarlos de todo lo necesario para que este arte siga insuflando-nos de democracia, de verdadera soberanía del ser humano en sí mismo y por sí mismo, de los tan cacareados valores que se han perdido!

Hay países en los que sus recursos para lo bélico se han derivado para la construcción de ciudadanía a través de las artes escénicas. Donde no hay guardias, ni pistolas, ni siquiera policías. Lugares donde la vida transcurre en cierta concordia, entre otras razones, porque se le da valor a la expresión humana, facilitando la comunicación y la comprensión propia a través del teatro, gracias a la ponderación de su recurso humano que encuentra en la actriz y en el actor unos hacedores nobles, una persona de acciones honestas capaz de enlazar su verbo con su carne y con su alma. Y siendo entonces un arte colectivo, quien mejora, a fin de cuentas, es el individuo, sí, y es también y sobre todo, su sociedad… en perpetuos y respetados ejercicios de autoestima y hasta de etnoestima.

En el fondo, una actriz o un actor es un individuo que representa una suerte de arte final del ser humano o, al menos, muchos remamos hacia ese destino, con emociones, con alturas y bajezas, con derrotas y conquistas, con altas y bajas, con lágrimas y risas…

Para darle vida a un personaje le corresponde al intérprete darle alma y aquí está la nuestra, la de quienes adoptamos el sublime y riguroso Oficio del Intérprete, con casa o sin casa, en un teatro o en una plaza y hasta por Internet ¡qué cosa tan extraña, qué asunto tan hermoso!  ¡Qué acto de amor!


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