«Algo huele a podrido en Dinamarca» es una frase hecha que le decía el fiel Marcelo a Hamlet y Horacio en la conocida obra de Shakespeare.

Pero hoy Dinamarca huele bastante mejor que muchos otros lugares y Hamlet continúa siendo una auténtica joya del arte del pensamiento, aplicable a ese espacio atemporal de historias y corruptelas que se repiten en la sociedad de muchos países, entre otros el nuestro.

Democracias manipuladas, sistemas financieros que engullen fondos sin tregua hasta hundir países enteros, desigualdad, abuso y corrupción. Pero de sobremanera, la palabra que lo abarca todo en estos días, y que es la amarga decepción que nos inunda cual tsunami.

Y es que los últimos acontecimientos acaecidos en el país obligan al ciudadano común a elucubrar situaciones que van desde el autogolpe de Estado, hasta el fin del llamado socialismo del siglo XXI, mal llamado bolivariano, el cual pasaría a mejor vida, al igual que su mentor que hoy descansa en su nicho perpetuo del Cuartel de la Montaña, lejos del nido de ambiciones de semidioses humanos, de héroes y villanos que poco o nada parece importarles el destino de la patria, a la que la mantienen ajena al verdadero desarrollo humano, navegando en turbulentas aguas en una de las peores crisis que haya confrontado la nación, en su vida republicana.

Quienes detentan el poder, con Nicolás Maduro a la cabeza, otrora militantes de partidos de izquierda que se alzaron en armas contra la democracia y marcharon a la guerrilla, lejos están de comulgar y compartir con el presidente uruguayo José Mujica –verdadero guerrillero agnóstico, pero creyente en la fe del ser humano–  quien sentencia que “el hombre no gobierna a las fuerzas que ha desatado, y que el primer elemento del medioambiente se llama la felicidad humana y que para vivir hay que tener libertad”. Mujica recoge valores cristianos, que hoy como ayer son irrenunciables.

Pero, por qué afirmamos que “algo huele mal… y no en Dinamarca”. Bueno, como afirmamos al comienzo de este artículo, los recientes hechos ponen en evidencia que algo está pasando detrás de bastidores, como la impunidad para combatir la corrupción; el malestar que existe en los cuadros de la Fuerzas Armadas, no solo por la duda de su nacionalidad, sino también por la cantidad de oficiales, suboficiales y sargentos técnicos presos en Ramo Verde; el incremento del narcotráfico y por último, la permanente amenaza de combatir a la oposición a la que acusa de todos los males que afectan la salud de la república, lo cual alimenta todo tipo de especulaciones, no precisamente mal intencionadas, sino en rigor de lo que pudiese estar ocurriendo verdaderamente.

¿De cuál socialismo del siglo XXI estamos hablando y encarando, cuando bajo la máscara de la mentira, el engaño, la trapisonda, burla y atropello, quienes se encuentran al frente de los destinos de la patria, pretenden eternizarse en el poder?

Estudiosos de la historia en sus reflexiones acerca de los eventos que han definido el devenir de las sociedades, refieren por ejemplo que cuando a Chou En-lai, primer ministro de China durante el régimen de Mao, le preguntaron cuál era su opinión acerca de la Revolución francesa, su lacónica respuesta fue: «No ha pasado el tiempo suficiente para evaluar el resultado». Marx, en su rol de defensor auténtico de los trabajadores, antimonárquico y enemigo acérrimo de los comunistas, escribió en el XVIII de Brumario,  que la historia se repite dos veces: «La primera como tragedia y la segunda como farsa». Finalmente, Jorge Santayana, filósofo español, sentenció que «quienes se olvidan del pasado están condenados a repetirlo».

Son tres apreciaciones diferentes, a las que habría que agregar los argumentos de Garet Garrett, periodista norteamericano nacido en 1878, opositor declarado de Franklin Delano Roosevelt, quien en los años treinta y cuarenta impuso su doctrina de intervencionismo económico en el denominado New Deal (Nuevo Acuerdo) para sacar a Estados Unidos de la Gran Depresión. En épocas en las que el mundo parece haber perdido el compás respecto de los alcances y límites de la acción del Estado dentro de la sociedad, vale la pena rescatar la visión de Garrett, quien argumentara que la época de Roosevelt marcó «una revolución dentro de la forma, nada violenta, sin destruir el pasado, y sin un golpe de Estado».

Fue una revolución que reclamaba la preservación de los valores y querencias que conforman una cultura, con la cual se logró al mismo tiempo, cortar de raíz la partitura de aquellos que pretendían capturar y acumular el poder para una facción específica, así como la toma por asalto del poder económico; la agitación de las masas y la instigación al odio de clases, cortejando a los grupos marginados; la subyugación de los sectores productivos; el dominio absoluto sobre todas las funciones del Estado; el gasto público como motor económico y el gobierno como el gran empresario y capitalista.

Estos seudosrevolucionarios marxistas, socialistas y mal llamados bolivarianos, desconocen que la verdadera Revolución americana (la original) tumbó a la monarquía y al imperio, y dio paso a la democracia representativa, separación de poderes y la libertad individual. La liberación suramericana por el contrario, salvo contadas y efímeras excepciones, produjo el cambio de unos actores por otros, generalmente poseídos de las mismas taras de los que dejaron de ostentar el poder.

Hay episodios revolucionarios fallidos como la Revolución Cultural con la que Mao intentó borrar la desigualdad, y luego de su fracaso desembocó en la China actual, que de comunista conserva la nostalgia y el monopolio de poder del partido gobernante, y ahora se encuentra inmersa de lleno en un capitalismo salvaje, como todos los militantes del PSUV que poseen inmensas fortunas  e inversiones en el gran imperio de Estados Unidos y en la Unión Europea. Se dan golpes de pecho vociferando burdas consignas contra el capitalismo, ah, pero como les encanta el disfrute a sus anchas de las bondades que este les ofrece. Pero todo principio tiene su fin, y el de Venezuela está más cerca que nunca.

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