No es difícil responder la pregunta sobre lo que noticias recientes destacan como rasgo común a Bielorrusia, Nicaragua y Venezuela: tres ilustraciones de diversa historia en una lista cada vez más larga de regímenes autoritarios.

El repertorio autoritario exhibe en estos días un acto tan aparatoso como el del secuestro del avión de pasajeros en su ruta entre Grecia y Lituania, poco antes de aterrizar, con la falsa alarma de una bomba y escoltado por un avión de guerra. Todo para apresar a Roman Protasevich, uno entre decenas de periodistas exiliados, que ayudó a través de un canal de información en la movilización de las protestas contra el fraude en las elecciones presidenciales que dieron como ganador a Lukashenko.

El llamado último dictador de Europa está en el poder desde 1994 ejerciéndolo como si aún gobernase la República Socialista Soviética de Bielorrusia. No es propiamente un autoritarismo del siglo XXI, pero ilustra muy bien las tendencias extremas y márgenes para la violación de normas jurídicas y de derechos que va extendiéndose en el mundo. Ejemplifica también la deliberada provocación del régimen arbitrario que vuelve a sentirse apoyado por Rusia y el mensaje de amedrentamiento que alcanza también a los numerosos opositores en el exilio. No es entonces solamente un asunto de libertad de expresión y prensa, sino de disposición a transgredir normas y protocolos, controlar la información y compensar con gestos de poder la pérdida de legitimidad. Esta quedó evidenciada en un grotesco fraude electoral y en las movilizaciones sin precedentes que lo antecedieron y siguieron, entre mayo de 2020 y febrero de este año.

Esas piezas que son propias (aunque no del todo exclusivas) de regímenes autoritarios se hacen más visibles y pesadas cuando, a falta de eficacia y legitimidad gubernamental, hay necesidad de mayor control político y social. En el vecindario latinoamericano hay muchos ejemplos: desde el ataque verbal a medios cuyo tratamiento de noticias o línea editorial molesta al gobierno hasta la represión extrema y la judicialización de las presiones políticas. En medio, hay un enorme abanico de instrumentos de restricción y presión.

En este lado del mundo Nicaragua es un caso muy visible, en el que la ofensiva contra la libertad de expresión fue aumentando de escala desde la reelección de Ortega en 2011, en torno a la de 2016 y con nuevo impulso desde las manifestaciones de protesta que se iniciaron en abril de 2018. Ahora, a medida que se acercan las elecciones generales de noviembre sin signo alguno de integridad, la represión se va haciendo más severa. Acallar debates y voces críticas, impedir la difusión de noticias e imágenes sobre protestas, cerrar el camino a candidaturas opositoras, legislar para establecer delitos de odio y delitos cibernéticos. Todo esto y más ocurre dentro del conjunto de un repertorio mayor de medidas contra medios de comunicación independientes y periodistas sometidos a toda clase de presiones, restricciones materiales, exclusión de fuentes y ruedas de prensa gubernamentales, medidas judiciales y allanamiento de medios.

Este repertorio es bien conocido en Venezuela donde, igualmente, en la medida que el gobierno se alejó del desempeño democrático fue escalando en la ofensiva verbal, material, de acoso económico, judicial y de fuerza contra los medios independientes y los periodistas. Radio Caracas Televisión fue un hito inicial alarmante y movilizador en 2007. Le siguieron otros asedios en paralelo a la construcción de la hegemonía comunicacional. En contraste, es de reconocer también todo lo que ha logrado mantenerse sin renunciar a elementos esenciales de autonomía -como espacios de información, análisis y crítica- admirables por el compromiso, esfuerzo y riesgos asumidos por parte de propietarios, personal y periodistas. Allí se inscribe el caso de El Nacional, objeto de toda suerte de presiones y medidas hasta llegar a la confiscación de su sede y sus equipos en un procedimiento plagado de arbitrariedades.

Dos comentarios finales sobre este periódico cierran esta sucesión de comentarios, para alertar y para alentar. No sobra la alerta sobre el repertorio autoritario ya conocido, sabiendo que sigue incorporando medidas y modalidades de sofoco de la libertad de expresión y prensa tales como recursos para la desinformación y tecnologías de control e interferencia. Pero conviene también recordar que los autócratas -especialmente cuando crece su ilegitimidad- temen a la prensa independiente y el periodismo profesional porque difícilmente son controlables y en estos tiempos también cuentan con un amplio repertorio de recursos de alcance global. Bien lo ilustra El Nacional que se ha ido reinventando como medio sobre la tradición de su historia de 77 años, bajo dictaduras y en democracia, como lugar de encuentro abierto para expertos, analistas y periodistas, escuela para ellos y también para los lectores.

En fin, no faltan señales de aliento justamente en las razones del acoso a la libertad de expresión: la carencia de legitimidad y el temor a la perseverancia del reclamo democrático.

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