He sido un crítico acerbo de nuestra casta política, lo cual he hecho casi con desagrado, pueden decirlo quienes me conocen que no es mi naturaleza prodigar fuetazos. El gesto amable, los buenos modales, la camaradería, la solidaridad, son siempre mejores instrumentos para el logro que los aspavientos destemplados. Pero es que esos seres que se han autodefinido como “políticos” en nuestro país no dejan espacio para tratarlos más que como bestias malamañosas.

Ellos han usado el término en cuestión para contrabandear sus intereses propios como individuos, ni siquiera como trinchera ideológica. Más mezquinos imposible, y así lo han demostrado de manera contundente ambas esquinas. “Derechistas” robaron desde el ejercicio central y regional del poder; “izquierdistas” lo hicieron desde las famosas colectas de recursos por medio de atracos, donaciones, parcelas municipales y académicas, y demás formas informales de financiamiento. Es así como hemos visto a célebres caudillos y egregios dirigentes sindicales viviendo en fastuosas, y de muy mal gusto, viviendas, sin olvidar los no menos ostentosos vehículos; diputados viviendo como potentados, y así hasta el horizonte. Los Juan José Delpino y Carlos Ortega son unos especímenes tan raros en dicho terreno que ya ni nombrarlos quieren.

Nunca faltan viudas y dolientes de esa pandilla de hampones cuando alguno de quienes, preocupados por el país, alertamos sobre sus despropósitos. Desde aquellos que bajo la figura de “asesor” cobran de los grandes partidos, que lo diga Primero Justicia, o los espontáneos que se rasgan las vestiduras en plena plaza Bolívar por la probidad inmaculada de Guaidó, Fermín, Falcón y demás bicharracos. Las descalificaciones son variopintas y de todo calibre. Guerreros del teclado, antipolíticos, recaderos de Maduro, sin olvidar los recordatorios de rigor a nuestras progenitoras y toda la ascendencia, son algunas de las flores que solemos recibir en tales ocasiones. El aguante es de parte y parte, ellos de mentarnos la madre, nosotros de poner el foco en sus disparates.

Hemos dicho y seguiremos haciéndolo que no hay diálogo posible con la dictadura. Ellos han demostrado hasta la saciedad que son unos artistas en ganar tiempo para luego hacer exactamente lo que les da la gana. ¿Acaso ya olvidan la imagen del comandante eterno crucifijo en mano luego del 11 de abril? Sin embargo, la santa cofradía de los intereses propios se ha empeñado en la impostergabilidad de sentarse a negociar. El incansable Eddie Ramírez revela en su artículo más reciente que en agosto la producción petrolera de Venezuela fue de 712.000 barriles diarios; mientras que en 2001 era de 3.267.000. En otras palabras nuestra producción mermó 2.555.000 barriles diarios. Con esos tarados que acabaron con Venezuela es que se nos impone conversar…

Todo esto no hace más que patentar, aún más, el nudo en el que la imaginación de nuestros políticos está maniatada. Vemos ahora al ala “guaidocista” brincar como burro aguijoneado de tábano por el sainete de la Casa Amarilla donde Fermín, Zambrano, Fernández, Puchi y muchos más se retratan risueños al lado del loquero Rodríguez. ¿No van a saltar? El gobierno paga y los monos bailan al son de Maduro, y los que protestan lo hacen porque temen quedar fuera del festín de filibusteros en que se ha convertido la tragedia venezolana.

Un éxodo de millones que no cesa de incrementarse, y al que cada vez se le hacen más angostas las vías de escape; un exterminio sangriento de toda disensión al régimen; un cerco comunicacional inaudito para estos tiempos de transmisión instantánea de conocimientos y hechos, son apenas pálidas muestras del infierno que es Venezuela. Insistimos, y cada vez somos más, insistiremos en la necesidad de una limpieza a fondo. No nos callaremos ante ese bozal imbécil de que no es el momento de exigir, y que es mandatoria una unidad funambulesca detrás de un carro cargado de bueyes desrrengados. Es tiempo de que la calle, esa gente que utilizan como instrumento de legitimación, sea escuchada. Es momento de tirar por la borda a esta horda de bucaneros que no están más que por su botín propio, aun cuando terminen de hacernos naufragar.

 

© Alfredo Cedeño

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