Venezuela es un país de cúpulas y entre cúpulas se ha disputado el poder. El que gana no sólo arrasa, con todo, sino que se dedica, sin prisa y sin pausa, a elimina al otro. Al enemigo ni agua, inspiran las consejas de los corrillos políticos. Siempre en el antagonismo: (1830-1935) oligarcas, liberales, federales, centralistas; (1935-1959) militaristas, dictatoriales, demócratas, comunistas; (1959-1999) demócratas, liberales, comunistas; (1999-2022) demócratas liberales, demócratas socialistas, comunistas.

Una sociedad dividida y fragmentada religiosa, política y socialmente, lo cual no tendría problema, es más: es beneficioso si aprendemos a convivir con ello en el marco de los valores del Estado Ciudadano.

Pero nunca ha sido así. Nuestra historia dibuja al caudillo, ese hombre fuerte, de mando, autoridad, que no tiene aliados sino incondicionales y no tiene adversarios sino enemigos a vencer, que se ha quedado tatuado en la memoria y en el imaginario colectivo del venezolano. Con el arribo de la democracia esa realidad debió cambiar, porque se luchó por ella en su contenido valorativo, pero no cambió, sino que mutó. Se solidificó un Estado de Partidos, como sentencia Brewer Carías, “…los partidos políticos han ocupado los órganos políticos del Estado, de manera que la voluntad del Estado, en definitiva, es la voluntad del partido de gobierno, sobre todo cuando tiene la mayoría parlamentaria”.

Como hemos dicho, el problema está en nuestro sistema político de cogollos que es irrespetuoso y excluyente. Lo cual minimiza la participación espontánea y natural del ciudadano en la gestión pública, dejando una profunda debilidad institucional que hace que permeen los vicios del personalismo, amiguismo, corrupción… heredados años ha.

De allí que el ciudadano ha utilizado mecanismos de protección refugiándose en su individualismo, en la viveza y acomodándose como pueda. Además, buscando su superación personal y posibilidad de ascenso social en la familia y amigos, torciendo así los valores de nuestra venezolanidad.

Es hora de resaltar nuestros verdaderos valores, donde se anida el sentimiento democrático, la solidaridad, la honestidad, la pluralidad, el respeto y la necesidad de participar, como hemos dicho sin manipulación de partido político alguno, reforzando los valores de libertad, igualdad y fraternidad, para avanzar a encontrarnos con inclusión y el reconocimiento.

Entendiendo la política como un ser vivo que se manifiesta a través de un sistema de los valores de la sociedad (Easton), no de las élites, que cambia, en función de las realidades sociales, para ir incorporando o ir sacando nuevos valores, en nuestro caso: la inclusión y el reconocimiento. La inclusión del ciudadano sin distinción de clase social, sexo o religión en la gestión pública y en la toma de decisiones que involucren al colectivo. Y el reconocimiento, como el valor que se le da al pensamiento del otro y que es indispensable, para conformar un pensamiento colectivo. El concepto de la unidad está en el reconocimiento, en un sentido hegeliano “(…) el yo es el nosotros y el nosotros el yo (…)”. Estos nuevos valores deben colocar al individuo como ente colectivo y a la sociedad en su componente humano, en su esencia: política.

A la sazón, en el Estado Ciudadano debemos reafirmar los valores de la democracia, abriendo espacio social para que salgan los valores ocultos de la inclusión, solidaridad, pluralismo y el reconocimiento, lo cual nos va a permitir construir para el desarrollo, para la paz, para la democracia, donde estemos todos.

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@carlotasalazar


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