La detención de Rosario Robles en México puede (o no) marcar el final del pacto de impunidad entre López Obrador y Peña Nieto. Dije esto mismo cuando hace ya varios meses salió la noticia de la orden de aprehensión contra Emilio Lozoya. Subrayé que podían producirse varios escenarios en ese caso, y que los partidarios del régimen no debían echar las campanas al vuelo. Seguimos en espera de la noticia de la captura de Lozoya, pero la de Robles ya es un hecho.

A menos, desde luego, que no lo sea. Es decir, que una decisión un poco extraña de un juez evidentemente hostil sea revertida en apelación, y Robles puede defenderse en libertad de las acusaciones en su contra. Lo cual parecería lógico, ya que se trata de delitos, por ahora, que sí prevén la libertad bajo fianza. El supuesto riesgo de fuga, por una posible conexión costarricense, resulta poco creíble, en vista de la disposición de Robles de presentarse ante el juez, de no haber aprovechado los tres días entre una audiencia y otra para huir, y de la posibilidad de retirarle su pasaporte y tarjetas de crédito, congelarle cuentas, y reforzar la vigilancia en los puntos de salida del territorio nacional.

Desde que surgieron los primeros reportajes de Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad sobre la llamada Estafa Maestra se antojaba innegable una idea central, que Robles y sus colaboradores nunca negaron como tal. Se trataba de un esquema de desvío de recursos para las campañas del PRI, no de enriquecimiento personal, que a estas alturas debió haberse descubierto en caso de existir. Robaban, por así decirlo, para la corona, como Francis Drake. En el caso particular de Rosario Robles, todo indica que su pecado –o delito– consistió en hacerse de la vista gorda ante lo que obviamente sabía, en lugar de haberlo impedido, o de haber renunciado cuando informó a su superior –si lo hizo– y este, a su vez, también pecó por omisión.

El problema con un delito de omisión, si se confirma que en eso consiste la acusación central, es que no tiene fin. Siempre hay alguien más que pudo haberse enterado, o se enteró, y que tampoco dio paso alguno para detener la hemorragia. El primer involucrado sería Peña Nieto, obviamente, pero también los tres sucesores de Robles en Sedesol, que por definición firmaron actas de entrega-recepción.

Muchos pensamos desde el período de transición que el pacto de impunidad entre Peña Nieto y López Obrador tendría, como los tres sobres de la época priista, fecha probable de caducidad. Duraría hasta que se le complicaran las cosas al gobierno actual, que justamente por su extracción priista, procedería como en los viejos tiempos. Uno por uno, los funcionarios anteriores más vulnerables o menos afines personalmente al titular del Ejecutivo irían cayendo. Su culpabilidad o inocencia podría ser un factor importante, pero no decisivo.

El deterioro de la situación económica, las crecientes dificultades con Estados Unidos, la violencia que no cesa y la corrupción en los programas y contratos de este gobierno (ver el reportaje de Milenio sobre los Ni-Ni) son todos ellos asuntos que requieren de distracción para seguir navegando con las mismas banderas. Los mil y un dichos, públicos y privados, de López Obrador sobre su rechazo a la venganza y su deseo de mirar hacia adelante, pierden toda pertinencia al descomponerse varios frentes.

¿Qué le dirá Peña a Robles, a Collado, a Lozoya si lo encuentran, y a los que se acumulen? Hice lo posible, pero no pude lo imposible, y no me cumplieron. Se les debió haber ocurrido antes.

 


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