Mis pocos amigos que me sobreviven

dicen de mí: era humilde el poeta y comía poco

y frugalmente.

Gustaba de embriagarse los días sábados para

dormir largamente todo el día domingo.

Fumaba empedernidamente el poeta hojas

de tabaco aromático cultivadas bajo los

vibrantes influjos de la luna llena.

Dirán esto de mí ahora que he muerto:

Era alérgico al chisme y evasivo con los comentarios

malsanos entre los pequeños círculos de vates ilustrados.

Cultivó siempre una enfermiza pasión por la soledad

y solamente se le veía en las calles, caminando

cabizbajo, lentamente hacia el mercado en procura

de verduras y frutas, hojas de tabaco y un poco de licor.

Ahora que ha partido al supramundo de las esferas

celestes mis pocos “enemigos”, porque los tuve sin

dudas, dirán: Era demasiado orgulloso el poeta y excesivamente

presumido consigo mismo; nadie puede negarlo, era un

flagelante que prefería pasar hambre a tocar las puertas

de instituciones públicas.

Prefirió el aislamiento voluntario porque la turba

lo enardecía y todo lo que oliera a multitud

le era ajeno; siempre mostraba su alergia a los tumultos,

las más de las veces consumía la totalidad

de las horas del día en contemplar las mareas del río padre.

En sus ires y venires para descifrar las trazas

gráficas que dejaba el agua insistente sobre

la arena cubierta por el río incansable

forjaba imágenes terribles en su bóveda neural,

que nunca registraba en sus smartphone y tablets

por el sólo gusto de no aprisionar las imágenes

en moldes léxicos.

Los cantos de aves matutinas subsumían su

espíritu en inaudita embriaguez hasta caer

abatido contra los arrecifes de los cantos

apátridas de las aves expulsadas del antiguo

Paraíso.

Se alejaba de las multitudes ruidosas

para cultivar el anatema y el denuesto

contra la totalidad ágrafa e ignara que

impone el rigor de la horda desdentada

irracional, pues sabía desde siempre

que en los límites de la comarca prehomínida

solo era posible hablar un lenguaje de roca y hiel.


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