Construcciones ilegales en Los Roques – Archivo

En nuestra anterior entrega a este mismo espacio, abordamos el tema del desarrollo urbano y su impacto sobre el medio ambiente natural. En esta oportunidad y avanzando sobre nuestra consideración de los recursos naturales renovables, hablaremos de la huella ambiental producida por el desarrollo agropecuario y el turismo ecológico o aquel que se sustenta en la observación de la naturaleza, un enfoque sin duda diferente al tradicional movimiento de masas –aunque a veces se confunden ambas actividades, sobre todo cuando las instalaciones desmesuradas se asientan en zonas contiguas o inmersas en reservas boscosas, marítimas o geológicas–.

El movimiento agrícola y ganadero demanda mayores extensiones de tierras, avanzando a veces de manera agresiva sobre el bosque primario sin medir el impacto ambiental de la desforestación. Si se quiere evolucionar racionalmente en el terreno agropecuario, es preciso promover acciones conducentes a fomentar el conocimiento,  las técnicas y medidas apropiadas para el sostenible aprovechamiento de los recursos existentes en cada ecosistema, siempre dentro de criterios ecológicos que garanticen su reproducción. El desarrollo erosivo que convierte una tierra fértil y aprovechable racionalmente en desierto, también puede ser consecuencia de presiones semejantes a las expuestas sobre los espacios urbanos, a la cual se sumaría la injustificable omisión o si fuere el caso complicidad de la autoridad competente. La actividad minera conducida de manera irracional e ilegal suele igualmente devenir en procesos de desertificación como estamos viendo actualmente en el nombrado “Arco Minero”.

En algunos países se ceden territorios insulares al desarrollo turístico sin tomar en consideración el impacto ambiental –también ocurre sobre zonas boscosas y de reserva geológica–. La codicia que deviene del incremento a veces exponencial en el valor de los terrenos costaneros ha desatado el creciente afán de promotores inmobiliarios a quienes poco o nada les importa la preservación de la naturaleza y de sus bellezas escénicas; muchos lugares de Europa son ejemplo de ello.

El creciente interés por el ecoturismo ha derivado en ampliación de instalaciones de alojamiento en santuarios de fauna silvestre y acuática. Un templo ecológico vivo como el maravilloso cráter del Ngorongoro en Tanzania –la mayor caldera volcánica inactiva e intacta del mundo– no se beneficia desde el punto de vista ecológico con las hordas de turistas de todo el mundo que a diario lo visitan en autobuses y otros vehículos automotores. En sitios de semejantes características, tarde o temprano habrá que establecer limitaciones racionales al acceso del turismo, tal y como ha ocurrido en el archipiélago de las Islas Galápagos. En Venezuela se informa de continuas amenazas materializadas en nuevas construcciones e intervenciones perjudiciales en los parques nacionales de Morrocoy, archipiélago de Los Roques y Canaima en el estado Bolívar.

Ya nos referimos a la codicia que motiva a los promotores inmobiliarios, en su afán de llevar adelante proyectos constructivos que no respetan los valores ambientales. También algunas operadoras turísticas se activan y expanden en sus negocios sin percatarse de las consecuencias que ello tendría sobre el medio ambiente. Es aquí donde la ordenación del territorio esta llamada a jugar un papel fundamental, si es que se quiere alcanzar un nivel de desarrollo sostenible en el tiempo. Muchos cuestionamos la inconsciente destrucción del medio natural, único soporte de las formas de vida conocidas y por conocer –indispensable para sostener la calidad de vida de los seres humanos–. Asombra la indiferencia que a veces se observa en países subdesarrollados hacia el medio natural en general y hacia el territorio en particular –las naciones más desarrolladas han adquirido conciencia ecologista a partir de la destrucción o reducción dramática de sus áreas naturales–.

El nuevo paradigma global determina el marco de referencia técnico y normativo a nivel internacional; sobre estas materias ambientales se han suscrito numerosos tratados y acuerdos entre los países conscientes de la magnitud del problema y del reto que impone la conservación. Las áreas protegidas sirven igualmente a los propósitos de investigación, educación ambiental y ecoturismo; también en ellas suelen llevarse a cabo proyectos de ecodesarrollo y sobre todo de remediación, incluida la reintroducción de especies desaparecidas o amenazadas.

El desarrollo agrícola y el ecoturismo como actividad económica y de esparcimiento para los amantes de la vida agreste deben conjugarse con criterios actualizados para la conservación de los recursos naturales renovables. No somos partidarios de congelar recursos aprovechables racionalmente, pero menos aún podemos simpatizar con aquellas actividades que de manera descabellada agreden la integridad de los espacios naturales.

Cerremos con un pensamiento del príncipe Felipe de Edimburgo, quien fuera presidente entre 1981 y 1986 del Fondo Mundial para la Naturaleza: “…los recursos naturales renovables del planeta han sido siempre explotados, tal y como testimonian muchos desiertos creados por el hombre, pero es ésta la primera oportunidad histórica en que los bosques restantes se encuentran al mismo tiempo en grave peligro de sobreexplotación. Esto es suficientemente preocupante para las futuras generaciones humanas a quienes les serán denegados los recursos naturales; pero es en total catastrófico para millones de especies de animales y plantas que son enteramente dependientes de los bosques para su existencia…”. Un pensamiento plenamente vigente que bien podríamos extender a nuestro escudo guayanés y a las formaciones coralinas de Morrocoy y Los Roques, hoy tremendamente amenazadas por la inconsciencia de unos cuantos aprovechados y de unas autoridades que lo permiten.


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