Georg Wilhelm Friedrich Hegel

A mi maestro, Giulio F. Pagallo

In honorem

 

El pasado 27 de agosto se cumplieron 250 años del nacimiento de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, quien junto con Aristóteles y Spinoza conforman el más elevado y honorable de los títulos otorgados por la historia de la filosofía al oficio de pensar. No obstante, y al igual que sucede con Aristóteles y Spinoza, la mayor parte de lo que se ha dicho sobre Hegel se sustenta en presuposiciones y prejuicios, extraídos de la lectura de diccionarios, enciclopedias, manuales y breviarios que no sólo no se compadecen con la verdad, sino que la “resumen” y “sintetizan” -es decir, la tuercen y retuercen-, a objeto de hacer “digeribles” o “listos para llevar” pensamientos, ideas y conceptos que el propio Hegel recomendaba necesariamente “rumiar” más de una vez. Es el modo de reducir una filosofía a mercancía de la industria cultural. Por fortuna, en su lecho de muerte, el filósofo sentenció esta frase que, por lo demás, comporta un desafío: “De todos mis discípulos sólo uno me ha entendido; pero me ha malentendido”. En fin, y para decirlo con todas sus letras, lo inmediato, instantáneo y fugaz, tan propio de la cultura del presente, ni ayuda a comprender a Hegel ni, mucho menos, contribuye directamente con la verdad. Sólo alimenta las aguas turbias que forman la inmensa cárcava del engaño. No obstante, y como decía Spinoza, la verdad es index de sí misma y de lo falso. De manera que cuanto mayor sea el foso de la falsedad mayor será la altura de la cima que Hegel comparte con los honorables filósofos de Estagira y Amsterdam.

A propósito de las triadas, son esencialmente tres las representaciones en las cuales insisten los “intérpretes” para “resumir” su concepción filosófíca: 1) Hegel es un pensador idealista. 2) Su filosofía se sustenta sobre el método dialéctico -elevado a “ley” universal-, según el esquema de tesis, antítesis y síntesis. 3) Hegel es el mayor cultor del conservatismo político, todo un reaccionario, nada menos que el padre del prusianismo jurídico y político. Por si esto fuese poco, casi todas las tendencias del pensamiento contemporáneo -desde Schopenhauer hasta Popper, pasando por la vulgata del marxismo prosoviético-, asocian sus ideas con galimatías y su modo de escribir con construcciones rimbombantes y enrevesadas que ni él mismo comprendía, con el fin de ocultar su más completa vacuidad. Como el “Soplagaitas de la filosofía” o “el espíritu absoluto en pantuflas”, lo definió Schopenhauer, partiendo del criterio según el cual el propósito principal de la filosofía consiste en ayudar a los hombres a sobrellevar la dureza de la vida y, en ningún caso, se trata de un extravagante trabalenguas ininteligible. Este es el criterio generalizado, el cliché que el chato -aplastado- sentido común ha terminado por imponerle al decidido esfuerzo de pensar enfáticamente.

Que Hegel sea idealista nada tiene que ver con la torpeza de llegar a creer que el idealismo es aquella concepción del mundo que cree que la realidad inmediata -material- no existe. Quien se represente este tipo de dislate probablemente no tiene idea de quién era Kant, y, de hecho, debe portar en sus creencias la condición elemental del empirismo pre-kantiano, la cual, en el fondo, está sobresaturada por el convencionalismo de la liturgia religiosa: como Dios creó la naturaleza antes de crear a Adán y a Eva, entonces el mundo ya existía antes de la creación de la humanidad. Mientras más materialista se cree ser más dogmáticamente creyente se termina siendo. La pregunta es: ¿de cuál mundo se está hablando, para qué o para quién es esa “naturaleza”, esa objetivación sin sujeto? Porque, que se sepa, no hay objeto posible sin sujeto que lo conciba, como no hay sujeto que lo conciba sin objeto posible. Sujeto y objeto son términos correlativos. No hay objeto sin sujeto ni sujeto sin objeto. Ser idealista consiste precisamente en eso, en la comprensión de la necesaria y recíprocamente determinante unidad de sujeto y objeto, que es lo que recibe la dignidad del nombre de eidos, el penetrante razonamiento que sorprende y traspasa la inmediatez del mero sentido.

No existe en Hegel tal cosa como “las leyes del método dialéctico”, ni se puede afirmar rigurosamente que en Hegel el movimiento del pensamiento opere por tesis, antítesis y síntesis. En tiempos de Hegel no existía el “cha-cha-chá dialéctico”, y de haber existido probablemente no le hubiese atraído. Entre Beethoven o Rossini y el ritmo cubano hay un mundo. De la irreconciabilidad de la tesis y de la antítesis, a propósito de los objetos de estudio de la metafísica, escribe Kant en la tercera sección de su Crítica. Y quien concibe la síntesis como identidad del Yo puro es Fichte. Hegel nunca lo hace. Por lo demás, la dialéctica no es un método, ni un instrumento, ni una receta, sino el movimiento del pensamiento mismo. Ni existe una dialéctica de tres términos, porque sólo existen dos (duis-bis) términos opuestos polares. No hay un polo Norte, un polo Sur y un “medio” o “semi” polo, es decir, un intermediario. El desarrollo del movimiento dialéctico va, siempre de nuevo, desde la indiferencia recíproca de cada término de la oposición -sujeto y objeto- hasta su necesario reconocimiento e interdependencia, en virtud de la negación determinada. Toda determinación es una negación. El resto es pura exterioridad, promovida por el entendimiento abstracto.

La Filosofía del Derecho de Hegel contiene los lineamientos fundamentales de su concepción jurídica y política. Es el tránsito fenomenológico del individuo abstracto del derecho que se va descubriendo -se va reconociendo- como parte constitutiva de un cuerpo familiar, laboral, civil y ético, del cual forma parte esencial y sin el cual no puede ser individuo. Ni el individualismo abstracto ni el societarismo abstracto, que mientras más se niegan recíprocamente más se determinan. Ni el contractualismo ni el comunitarismo, porque tanto lo uno como lo otro son términos que no logran comprender que no existe uno de los términos con independencia del otro. Lo uno determina lo otro, sin medias tintas, sin medianías. Y, en tal sentido, no se trata de un “modelo” de Estado ideal -por cierto, y conviene advertirlo, ideal no significa idealista-, sino quizá del modelo de Estado más concreto, progresista y republicano existente. Quien no lo crea que le pregunte a la señora Merkel. De manera que el mito de un Hegel reaccionario y totalitarista no es más que eso: un mito.

Que Schopenhauer creyese que la filosofía es un paño de lágrimas para las almas en desgracia, una suerte de manual de auto-ayuda para soportar el peso de una vida marcada por la amargura de la envidia, es asunto de él y de sus frustraciones. Que Popper considerara a Hegel como uno de los enemigos jurados de la “sociedad abierta”, teniendo como referencia las sandeces de la propaganda soviética, convencido de que la robinsonada de un contractualismo sin historia, de origen lockeano, es el modelo perfecto de toda sociedad, sólo puede ser el resultado de las ingentes limitaciones de un neo-positivista. En todo caso, conviene advertir que quien quiera pensar en serio, en estricto sentido enfático, no podrá prescindir de aceptar el reto que Hegel le exige.

@jrherreraucv


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