Afganistán: la retirada de Estados Unidos, ¿la peor decisión de Biden en política exterior?
GETTY IMAGES

En una pasada entrega a este mismo espacio (2017), hablábamos de los norteamericanos como cualquier otro pueblo –mezcla de egoísmos y generosidades, de heroísmos e impulsos contradictorios, de una notable capacidad de organización y constancia de propósito, saltando a la vista en ellos esa conciencia de misión que se sienten llamados a cumplir en la comunidad de naciones civilizadas–. Y anotábamos que más allá de estas consideraciones, el ciudadano común carece de toda vocación imperialista, no tiene interés en subyugar pueblos ni conquistar territorios, solo quiere vivir la paz de su mundo, sin temores ni amenazas externas.

En su primer discurso ante el Congreso estadounidense –luego de los ataques del 11 de septiembre de 2001–, el presidente Bush calificó lo ocurrido como un acto de guerra, identificando a la organización al Qaida como responsable de lo ocurrido: “…nuestra guerra contra el terror comienza con al Qaida, pero no concluye allí. No concluirá hasta que todos los grupos terroristas de alcance global hayan sido encontrados, detenidos y vencidos…”. Dos veces utilizó el presidente en su alocución a las Cámaras allí reunidas, la frase “nuestro estilo de vida” –our way of life–, queriendo significar con ello que el enemigo llevó a cabo actos atroces con el señalado propósito de destruir ese modo de conducir las relaciones humanas en una sociedad abierta, organizada con arreglo a los principios y valores de la ilustración. Igualmente troquelaba la naciente doctrina Bush: “…Cualquier nación que continúe albergando o apoyando al terrorismo, será considerada un régimen hostil por los Estados Unidos…”.

Lo ocurrido el 11 de septiembre no marca el inicio de la guerra entre Estados Unidos y el terrorismo. Naturalmente, señala el momento en que muchos norteamericanos caen en cuenta del estado de guerra que les envuelve –frente a un enemigo inédito para muchos, que no es unitario ni puede asumirse en términos convencionales–. El yihadismo es un fenómeno global, un movimiento político-religioso que preconiza –así lo declara Bush en su aludido discurso– una versión marginal del radicalismo musulmán, auspiciante de ataques violentos a quienes libremente profesan otras creencias; igualmente propone un gobierno universal regido por una interpretación integrista de la ley islámica. Se trata pues de una oscura red de extremistas, una existencia tangible y amenazante de toda forma de urbanidad, de cuyas impredecibles acciones pueden resultar afectadas la seguridad e integridad física de las personas y las libertades civiles.

La reacción de la administración Bush al agravio del 11 de septiembre se basó en las siguientes premisas: (1) la respuesta a los ataques no sería punitiva sino preventiva de nuevas agresiones; (2) la guerra sería contra una red terrorista global, apoyada por regímenes políticos y organizaciones no gubernamentales. La operación apuntaría a esos grupos en sí mismos y a quienes les confieren soporte actual o potencial, incluido el contenido ideológico; (3) la agresión enemiga pretende la destrucción masiva de su objetivo, lo cual subraya la posibilidad de que los terroristas obtengan armas químicas, biológicas, incluso nucleares; (4) ataques terroristas como los del 11 de septiembre, pueden trastocar la esencia del país agredido. La política de seguridad nacional norteamericana, comporta la protección del territorio y sus habitantes e incluye el aseguramiento del sistema constitucional, las libertades civiles y la naturaleza abierta y generosa de la sociedad estadounidense –“nuestro estilo de vida”, en palabras del presidente Bush–; (5) la guerra encauza una última premisa: no puede confiarse únicamente en la acción defensiva; la ofensiva está llamada a reprimir la red terrorista en el extranjero, donde quiera que esta se encuentre (Cfr. D. J. Feith, War and Decision).

La administración Bush apoyada en dichas premisas no solo dispuso lo necesario para derrotar al Qaeda, sino también otras agrupaciones violentas, entre ellas la nombrada Hezbolá –el partido político islamita y armado libanés, reconocido como organización terrorista por Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, la Liga Árabe, Israel y un número creciente de países y organizaciones multilaterales, incluida la Unión Europea que designó como tal a su ala militarista en 2013–. La nueva política puso fin a la impunidad de aquellos gobiernos que daban apoyo a grupos terroristas –en algunos casos se ejerció presión diplomática, en otros se impusieron sanciones, incluso se realizaron operaciones militares–. Todos estos esfuerzos, no han quedado exentos de riesgos y consecuencias desfavorables; miles de fatalidades, decenas de miles de víctimas, cuantiosas pérdidas materiales, no solo estadounidenses, sino de los países y grupos aliados en la guerra larga contra el terror.

Cuando se produjeron los asaltos terroristas del 11 de septiembre, Estados Unidos no tenía planes para destruir a Al-Qaeda en Afganistán, tampoco para deponer el régimen político del país. A menos de un mes de aquellos ignominiosos ataques, comenzará la ofensiva con un despliegue formidable de capacidades militares norteamericanas que solo podía anticipar el triunfo decisivo en las operaciones. El Reino Unido apoyó desde un principio la acción militar, a la cual se sumarán más tarde otros componentes enviados por Turquía, Australia, Canadá, Alemania, Francia y Polonia. A ellas se agregarán grupos locales, principalmente la Alianza del Norte o coalición de facciones guerrilleras afganas.

La intervención de Naciones Unidas –el Consejo de Seguridad–, intentará estabilizar la situación del país a través de una administración provisional propiamente afgana –luego convertida en fórmula de transición, mientras se realizaban elecciones democráticas–. Surgirá pues la República Islámica de Afganistán con un presidente elegido en 2004 por el voto popular. Pero la ofensiva organizada por el Mullah Omar y su insurgencia Talibán contra el gobierno legítimo creará condiciones de inestabilidad prolongada y agravada durante años. A ello se agregan –eso dicen los analistas– políticas públicas desatinadas, ineficiencias administrativas y actos de corrupción. En síntesis, del triunfo alcanzado en la operación Libertad Duradera –Enduring Freedom– y la derrota militar de los extremistas, se dio paso a una administración veleidosa que finalmente tuvo que abandonar sus funciones, dejando al país nuevamente en manos de los radicales.

No compartimos enteramente la visión de quienes acusan el fracaso de Estados Unidos en Afganistán; al contrario, los hechos demuestran el éxito rotundo no solo de la operación militar de 2001, sino el logro de los objetivos propuestos por la administración Bush, esto es, la expulsión del régimen Talibán y el duro golpe asestado contra la organización Al-Qaeda, cuyo líder Osama Bin Laden fue primeramente despojado de apoyo fundamental para su causa criminal y posteriormente eliminado el 2 de mayo de 2011 en Pakistán por fuerzas especiales estadounidenses.

Otro asunto es el relativo a la reconstrucción inconclusa o si se prefiere desafortunada de Afganistán, en la cual la Organización de las Naciones Unidas tuvo un papel fundamental –habrá quienes digan que Estados Unidos dominó la escena–. También la OTAN ejercerá sus funciones en el propósito de dominar la insurgencia. Queda claro que la capacidad de remover regímenes inciviles y extremistas no siempre encuentra correspondencia al momento de instaurar un nuevo gobierno idóneo, competente y honesto. De no existir despachos civiles provistos de experiencia profesional, sabiduría, autoridad y presupuesto, difícilmente podrán esperarse resultados satisfactorios. Y aquí si cabe reconocer qué salvo las excepciones de Japón y Alemania, Estados Unidos no ha sido exitoso al dirigir o participar en desarrollos prolongados de reconstrucción y de estabilización política, administrativa y militar en territorios ocupados. Todo ello en lo sucesivo exhorta a formular metas realistas; el logro definitivo de una democracia estable se traduce en propósito exigente y de largo plazo –algunos lo estiman inalcanzable en sociedades históricas discordantes con Occidente–.

Pero volvamos al caso de Afganistán y el largo proceso de veinte años de ocupación militar. Si la Resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas del 14 de noviembre de 2001 (No. 1.378), condena al régimen Talibán por auspiciar en territorio afgano los propósitos terroristas de Al-Qaeda, ¿cómo es posible que con tanta pasividad se permita el regreso incondicional del extremismo islámico al gobierno de esa conmocionada nación? Se ha dicho que los sondeos de opinión pública ordenados en su momento por la administración Trump, concedían amplio respaldo a la salida de las tropas estadounidenses de Afganistán –basado en ello, la administración Biden ordena el cierre de las operaciones militares y el consecuente retiro de las huestes emplazadas en aquel territorio–. La pregunta obligada viene a ser ¿en qué términos debía producirse ese retiro?

 

La nación norteamericana –la administración Biden, para ser más precisos– no podrá eludir su responsabilidad moral ante las violaciones de los derechos humanos, la violencia y el terror que probablemente y a juzgar por lo que se ha visto en días recientes, sufrirán los pobladores de Afganistán. La retirada incondicional y visiblemente desordenada de civiles y militares, tanto como el abandono de equipos y pertrechos que servirían a propósitos inconfesables en manos de los talibanes, no proyecta buenos augurios. El presidente Biden ha dicho en días recientes: “…nunca he sido de la opinión que se deben sacrificar vidas estadounidenses para intentar establecer un gobierno democrático en Afganistán…” (Agencia EFE, 26-8-2021); plañidera declaración pública que no corresponde al consumado sacrificio de la nación norteamericana ni al histórico sentido de misión –realista o no– a que hicimos referencia al comienzo de estas breves anotaciones.

Poco importa si Donald Trump lo hubiese hecho mejor –no es útil avanzar sobre el terreno de las conjeturas–; lo que cuenta es que Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, ha concedido la victoria a quienes fueron apoyo de Al-Qaeda. Habrá que esperar la posible reacción de millones de estadounidenses ante la rauda reconquista del país por los extremistas islámicos –los mismos que contribuyeron con Osama Bin Laden y su gavilla de forajidos a derribar el World Trade Center de Nueva York– y la consecuente persecución de mujeres, niñas y opositores al nuevo régimen. Recordemos por un instante las brutales ejecuciones de ISIS que forzaron el regreso de fuerzas estadounidenses a IraK, cuando ya se había dado por cumplida la misión militar que puso fin al régimen de Saddam Husein. “…La línea de fondo –ha dicho León Panetta en CNN– es que nuestro trabajo en Afganistán no ha concluido…”. Puede abandonarse un campo de batalla, no la guerra contra el terrorismo (Panetta) y eso lo dice todo. ¿Regresarán los norteamericanos a Kabul? El tiempo dirá.

 


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!