En medio del agravamiento de todas las crisis que afectan a los venezolanos, lo que ya era secreto a voces desde finales del año pasado se fue haciendo cada vez más visible e insistente en los mensajes internacionales al conjunto de la oposición democrática mayoritaria, incluso durante y después de la gira internacional de Juan Guaidó: el recordatorio de que el apoyo exterior es complementario al esfuerzo nacional, que es insustituible. Esto, ahora más que nunca, amerita análisis y atención, adentro y afuera.

Lo primero a no olvidar es que la internacionalización de la crisis venezolana comenzó con el desarrollo de alianzas y relaciones estratégicas desde los años de Chávez, mantenidas y ampliadas por su sucesor. Ambos hicieron de Venezuela una pieza en tableros y cálculos ajenos, en los que su incidencia era mínima, cuando más, y siempre muy costosa y comprometedora para la autonomía, las instituciones y el desarrollo del país. Así ha sido desde el incondicional acercamiento y apertura a la influencia y presencia de funcionarios del régimen castrista, hasta los inescrutables tratos con Irán y Turquía, pasando por los acuerdos e invitaciones a China y Rusia; para no entrar en el capítulo de fondo y aun más oscuro de las conexiones ilícitas. Tampoco es posible ni conveniente olvidar los efectos y consecuencias internacionales de una crisis que desborda las fronteras nacionales con migrantes forzados y que es caldo de cultivo para la subversión y el crimen organizado, incluyendo allí a la corrupción.

De allí que, en segundo lugar, la dimensión internacional se haya convertido en una faceta cada vez más importante para la causa democrática venezolana. Desde adentro, la oposición democrática fue logrando mantener cada vez más fluidos vínculos con grupos, organizaciones y gobiernos comprometidos con la defensa de los derechos humanos, la democracia y el Estado de Derecho, aunque entre enormes dificultades materiales y de coordinación, y notables contradicciones alentadas por protagonismos en solitario. Desde afuera, lo internacional ha estado y está presente en dos registros que van moviéndose en paralelo: por un lado, en la secuencia de las reacciones democráticas internacionales ante los pasos en la destrucción de la democracia y el Estado de Derecho, y, por el otro, las de los aliados y afines en apoyo más o menos explícito al autoritarismo y su deriva totalitaria.

Volviendo desde aquí al recordatorio inicial: no por casualidad, ha sido en los momentos de mayor cohesión en organización y propuestas de la coalición democrática mayoritaria cuando también mayor ha sido la confluencia de apoyos internacionales que han acompañado al esfuerzo nacional. Ese recordatorio se nos va convirtiendo en advertencia a medida que se acerca la fecha de las elecciones legislativas, precedida como está su convocatoria por medidas y decisiones que las deslegitiman, y seguidas por su descalificación por el grueso de los gobiernos democráticos del mundo, como lo han manifestado la Unión Europea, Estados Unidos, el Grupo de Lima, el Grupo Internacional de Contacto y algunos otros gobiernos. Ese desconocimiento no basta pues la complejidad del momento nacional e internacional para la causa democrática es enorme. Como lo reflejó en su denso documento del 11 de agosto la Conferencia Episcopal -ya conocida la decisión de no participar suscrita por 27 partidos el 2 de agosto, incluidos los 4 mayoritarios- la cuestión va mucho más allá de la decisión sobre si participar o no participar y, en cambio, obliga a pensar y repensar con enorme realismo y responsabilidad la organización, la ruta y sus tiempos. Días después se produciría la decisión de Henrique Capriles, al margen de su propio partido, Primero Justicia, de promover la participación en el proceso electoral en paralelo a la exigencia de condiciones mínimas. Los acuerdos de este partido, tras lo que debió ser un intenso debate, no expresaron solo la previsible ratificación de su posición de no participación del 2 de agosto y la exclusión de Capriles de sus filas, sino un par de llamados de atención: sobre la necesidad de francas rectificaciones y de la reorganización y reorientación de la actuación de la oposición. En tiempos en los que tirios y troyanos tientan a enjuiciamientos y descalificaciones que ahondan las divergencias, adentro y afuera, hace falta ocuparse sustantivamente de esos problemas de fondo.

Bien se ha dicho una y otra vez que las diferencias en la oposición mayoritaria habían sido pospuestas ante la expectativa de la solución en el corto plazo, que fue dando cada vez mayor peso al apoyo externo. Ahora, desde Washington se reconoce cada vez más expresamente que para la crisis venezolana no hay soluciones inmediatas ni simples -mucho menos de uso de la fuerza-, sino fórmulas que suponen la construcción de acuerdos, como las del marco de transición propuesto el 31 de marzo. Mientras tanto, la más distante y cautelosa diplomacia europea mide sus pasos sin dejar de alentar que se convoquen las elecciones parlamentarias con condiciones de integridad. Los países del Grupo de Lima no están ahora en condiciones de ir más allá que de sus palabras. Para todos, aparte de sus circunstancias nacionales de emergencia y la complejidad de la crisis venezolana, la división de la oposición mayoritaria potencia las incertidumbre sobre qué hacer por los venezolanos aparte de lo indispensable, como denominador común, en ayuda humanitaria.

El esfuerzo político nacional más urgente, el inmediato, el que necesitamos los venezolanos y nuestros aliados democráticos internacionales para ser apoyos más eficientes, no es el de vernos protestando en la calle, mucho menos escucharnos descalificándonos. Lo urgente e importante es dar pasos para la coordinación estratégica de la oposición mayoritaria, al menos para presionar porque se pospongan las elecciones y, en todo caso, para concertar ideas para el día después: de las elecciones o de su suspensión. Y ojalá que la coordinación adentro se corresponda también con mayor concertación democrática afuera, un tema en sí mismo.

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