Quemar libros es tentativa y consumación de la jurisprudencia en materia de censura, que suelen ordenar individuos mesiánicos. Impedir que alguien escriba para compartir sus razonamientos, complacientes o polémicos, precede a esa aborrecible costumbre de quienes nacen para molestar exhibiéndose todopoderosos. Nunca he sentido la necesidad de tomar venganza mediante el inaudito recurso contrainteligencia de incinerar el impreso (crítico-discursivo) conocimiento de los demás o silenciar su transmisión audiovisual, aun cuando ciertos sujetos alguna vez promovieron y ejecutaron esos actos contra mí para humillarme o castigar mi irreverencia.

Enriquecedora y grata experiencia tuve adentrándome al libro Leer el mundo, de Víctor Bravo (Veintisieteletras, Madrid, España, 2009). Recordé a Hermann Hesse, su novela intitulada El juego de abalorios (1943) y la fascinante Arcadia donde cohabitaban privilegiados y sedentarios individuos cuya misión era la búsqueda y fortalecimiento del genio provecto: de la macerada sabiduría. Empero, ¿por qué?

Es indiscutible que Leer el mundo es una especie de vigoroso compendio de reflexiones e ideas personales, convites y refutaciones que fluidamente Bravo asume tras sus prolongados años de académico y ejercicio su intelectual afianzado en una envidiable percepción universal del homo. Ya el himen del libro nos advierte que, más allá del zaguán, Víctor iluminará nuestro recorrido desde los primeros tiempos: cuando la palabra comenzaba ser investida de autoridad frente a la ausencia primitiva de leyes u orden en el ámbito del conocimiento humano:

«Es la verdad de las sociedades míticas y religiosas que en la modernidad refluye en las diferentes versiones de los totalitarismos, sociedades asertivas, identitarias, cohesionadas por hilos genealógicos y por el principio incuestionable de la obediencia»… «Cada paradigma o epístome legitimaría una forma de verdad». (Ob. Cit., p. 14)

En este albo texto de Víctor Bravo suscita estupor la lógica erudición de alguien que, dotado de formidables cualidades intelectuales, ha exitosa y fidedignamente consagrado su vida al estudio y la academia. No son sus formulaciones petardos de una mente intuitiva. Sus juicios son deductivos, nunca mezquinos, porque no transmutan misterios a favor de obcecados cabalísticos, sino que ha libado pócimas de la ecclesiae que finalmente exhiben el blindaje de su hermenéutica personal. Y nos dice:

«Desde su aparición en la Tierra, por medio del lenguaje, el hombre produce y consume relatos»… «El hombre que habla es, inmediatamente, el hombre que cuenta». (Ídem., p. 26)

Bravo nos guía con su prosa, conduciéndonos por el sendero de lo hermoso intelectual que todos los escritores y lectores miramos similar a Konstantino Kavafis cuando extasiado pronunció: «Contemplé tanto la belleza,/que mi visión le pertenece» (Poesías completas, Ediciones Peralta, Madrid, 1978; p. 87). El ensayista indaga respecto a la destrucción de lo Divino, e igual su trascendencia: secularidad, perversión y también ininterrumpida progresividad mediante la lucubración que lograría cual vindicta el parto de la palabra:

«Sacralidad y poder acompañan a la escritura. En las ciudades primero, y en la configuración de los Estados, después, la escritura ha sido siempre arma de control y de homogenización». (Ibídem., p. 66)

Cuando medita sobre la reincidente quema de libros (práctica infame inaugurada en Alejandría) que todavía provoca perplejidad en los cultos y letrados, afirma algo que sella –definitivamente- su adhesión y defensa de la legitimidad de la trascendencia como irrecusable tesis espiritualista: «El poder dogmático, absoluto, levanta sobre el libro una prohibición y una hoguera»… «El libro herético ha sido perseguido por siglos» [Ibídem, p. 101] En este novísimo estudio, el lego y sesudo ensayista se avoca de modo múltiple al nacimiento de la palabra, su fecunda procreación y horizontal desarrollo hacia la lógica complejidad que le aguardaría. Los ideogramas (figuras o dibujos que registraban o contaban historias) experimentarían un cualitativo salto adelante con la irrupción de vocales y consonantes que dan cuerpo a las formulaciones fonemáticas y sintagmáticas adecuándose a la insólita propensión del cerebro humano hacia el pensamiento abstracto. Víctor Bravo defenestra a la lesiva ignorancia frente a la cual, impiadoso, jamás transige. Es venezolano, doctor en Letras n. el año 1949.

@jurescritor


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