Ilustración: Antonio Pou (2023)

Por Antonio Pou

Una tarde estaba cerca de un grupo de personas mayores que charlaban animadamente sentadas alrededor de una mesa. Rebuscaban, hojeaban, comentaban y seleccionaban entre el montón de libros y revistas usadas que había donado la gente de mi pueblo. La pretensión era venderlos en un mercadillo de segunda mano y productos ecológicos, para sacar algún dinerillo y renovar las plantas del centro de mayores. En realidad, lo que estaban haciendo era pasar el rato. Uno de ellos encontró un libro que le llamó la atención, hizo callar a sus compañeros y les leyó unos párrafos. Me entró la curiosidad y me quedé a ver qué es lo que les leía. No recuerdo exactamente las palabras, pero eran algo así:

“Sobre un hermoso paisaje de árboles frondosos, prados floridos y cielos dorados, veo a un caballo que corre sin rumbo a gran velocidad. Lo monta un jinete con armadura y una celada tan cerrada que no debe dejarle ver nada. En su mano derecha blande una maza de pinchos que descarga al azar con gran fuerza y que de vez en cuando destroza un árbol o un arbusto. La visión es tan insólita que me deja paralizado, sin saber qué hacer y dónde buscar protección”.

El hombre paró de leer para ponerse las gafas y ya me iba a ir cuando reanudó la lectura:

“Ahora viene hacia mí, pero parece que yo no soy su objetivo porque descarga un formidable golpe contra el recio tronco del árbol bajo el que me cobijo. Éste, en vez de romperse en mil pedazos como ha ocurrido con los demás árboles, se vuelca hasta que las ramas y hojas topan el suelo. Las raíces del árbol emergen, desgarrando la tierra, dejando un hueco que se convierte en una profunda sima por la que nos precipitamos a los abismos caballo, caballero y yo mismo. Mientras caemos a velocidad vertiginosa, el caballero, aún a lomos del caballo, se quita la celada y puedo reconocer su cara que resulta ser la misma que la mía, la tuya, o la de cualquiera de nosotros. La impresión visual y la perplejidad me sacan violentamente de la pesadilla, sudando…”.

Entonces, uno que siempre hace comentarios le interrumpió y le dijo:

—¿Eso qué es, un cuento o qué? ¡Qué malo es! Tantas vueltas para decir que ese es el caballo de la ignorancia y el jinete es la prepotencia de las gentes de hoy y su falta de respeto a la naturaleza”.

—¡Vaya tontería la que acabas tú de soltar! ¿De dónde has sacado esa interpretación?

—¡Fernando no está diciendo ninguna tontería! ¡Nos vamos a ir todos al abismo como el del cuento, por destrozar el ambiente! ¡Esto es el fin del mundo!

—¡Otra que tal baila! ¡Siempre exagerando! ¡Pasa a otra cosa Enrique, que aquí hay mucho que revisar!

Poco después, otro del grupo dijo:

—Pues mirar lo que dice este artículo: ‘Nunca hemos sido especialmente cuidadosos con nuestro entorno natural, de hecho, durante miles y miles de años fue nuestro enemigo. Éramos pocos, y un tanto débiles comparados con osos, leones y demás fieras salvajes, pero también respecto a otros seres mucho más pequeños como las ratas, que devoraban los alimentos que almacenábamos para pasar el invierno. Los seres invisibles, esos que ahora llamamos virus y bacterias, se nos llevaban por delante con enorme facilidad. Poca gente, solo los más fuertes y los bendecidos por la suerte, llegaban a viejos. Hasta los árboles y matorrales nos disputaban el suelo que pretendíamos cultivar.

Poco a poco, siglo a siglo, nosotros, los débiles, los hazmerreíres de la Creación, gracias a unas ayudas de excepción que nos concedió el clima, haciéndolo mucho más suave, gracias al despertar de algunas de las muchas capacidades que llevamos incorporadas, al incremento poblacional, y a nuestro espíritu gregario, nuestra debilidad fue transformándose en fortaleza. Y con el paso del tiempo, al igual que sucede con el que fue explotado, nos convertimos ahora en poderosos y explotadores. Hoy, somos los reyes-tiranos de la naturaleza. Todos nos temen, las fieras, antaño poderosas, nos piden ahora un rincón en un zoo, rogando que las alimentemos.

—“Es verdad, es que somos muchos y muy brutos. Somos una plaga, que no va a más porque se nos van las fuerzas pegándonos todo el tiempo unos contra otros”.

—“Bueno, brutos serán los que lo sean. Y en cuanto a lo que dice ese artículo, me parecen una sarta de tonterías y disparates”.

—“A mí todo eso que estáis leyendo me trae sin cuidado, lo que necesito es llegar a fin de mes, el resto — menos los geranios que vamos a comprar, no me interesa para nada”.

¡Cuánto ha cambiado en las últimas décadas la sociedad española! Hace unos años ese tipo de temas y conversaciones no interesaban a nadie. Hoy, se nota la presencia de la educación ambiental en la sociedad, especialmente entre los jóvenes, lo cual es muy de agradecer. El ambiente, sea en favor o en forma crítica, es un tema de discusión, el país está más limpio y ordenado, y en cualquier pueblo o ciudad se ven carteles con información sobre aspectos relacionados con la naturaleza.

Hoy, la legislación ambiental que produce Bruselas es de obligado cumplimiento en toda la Unión Europea. Los ríos están más limpios —el aire no tanto, y da la impresión de que las cosas empiezan a ir por el camino correcto. Y, sin embargo, comienzan a aparecer situaciones estrambóticas como estas:

Este verano me comentaba un amigo mío que vive en el medio rural del norte del país, que en su pueblo una encantadora familia urbanita se coló en el establo de un vecino y amenazó al vaquero con denunciarle a las autoridades por maltrato animal. El motivo: manosear las ubres de la vaca para ordeñarla. La misma persona cuenta de un ganadero que ha sido multado con varios miles de euros, porque el mastín que cuida sus ovejas ha matado al perrito de unos veraneantes que paseaban por el prado de su explotación ganadera y quiso ir a jugar con las ovejas.

Tras la desagradable experiencia del confinamiento por el COVID y de haber recibido los habitantes del medio urbano una educación sensiblera e idealizada sobre la naturaleza y el medio rural, muchos de ellos están pensando emigrar a los pueblos —sin duda una buena noticia para su reactivación poblacional. Lo que no lo es tanto es que pretendan llevarse con ellos la mentalidad urbana. Ahora empiezan a ser frecuentes en diversos países las denuncias por el canto de los gallos, el tañer de las campanas, el olor de las explotaciones ganaderas o de los tratamientos fitosanitarios.

Los urbanitas muy frecuentemente no consiguen comprender que el medio rural es fundamentalmente un lugar donde se producen los alimentos que se consumen en el medio urbano, y que no es un jardín construido para disfrute y relax de los visitantes. Esa confusión es tan habitual que está obligando a algunos ayuntamientos a que empiecen a poner carteles aclaratorios.

La educación ambiental lleva ya entre nosotros unos cincuenta años, ha dado un buen servicio, pero no ha evolucionado lo suficiente como para adecuarse a las circunstancias actuales. Tampoco se ha dirigido nunca hacia abordar las causas reales que están detrás de los problemas ambientales. Como dichos problemas no solo no se han solucionado, sino que se han agravado considerablemente a nivel global, es necesario una profunda reforma de la educación ambiental. Tan profunda que quizá afecte al nombre de esa etiqueta y tenga que renovar totalmente su contenido. Mi propuesta sería algo así como “Adecuación ambiental”, pero sin estar seguro de que sea una etiqueta adecuada, porque el contenido al que hay que referirse es de carácter sistémico.

Para intentar aclarar lo que quiero decir, necesitaría bastantes más páginas que las de este artículo y emplear unos argumentos que dormirían al más devoto de los lectores. Por tanto, permítanme que recurra a hablar desde la óptica de mis casi sesenta años de experiencia profesional (empecé muy joven y aún sigo activo) en campos relacionados con lo que ahora llamaríamos “ambiental” o “medio ambiental”, como también se dice. Pero debo empezar por la infancia.

Mi padre era un maestro recién titulado que, por las circunstancias, vio frustrado un mes de julio su intención de comenzar los estudios de medicina. Tras el periodo de guerra tuvo que reinventarse (era un buen inventor y artesano) para ponerse a reparar tubos de rayos X, válvulas de emisoras de radio y fabricar y reparar material de vidrio para laboratorio, jeringas hipodérmicas y muchas cosas más, inventando y construyendo él mismo la maquinaria que necesitaba. Todo ello sin dinero y a base de trabajo y sacrificio personal y familiar. Su caso no era único ni mucho menos, era lo que criaba la época.

Durante los años en que yo aprendí a andar sobre el suelo de tierra del taller y trastear entre todo tipo de materiales, descargas eléctricas de alta tensión y otras lindezas, no cabían las precauciones ambientales porque costaban un dinero que no había. Las cosas iban directamente al sumidero o la basura, según fuesen líquidas o sólidas. Me crie entre ácidos y asbestos, jugué con herramientas y máquinas, con mercurio y con ver en la pantalla de rayos X como se movían los huesos de mi mano. Mientras, mi padre y un puñado de empleados trabajaban horas infinitas descansando solo los domingos por la tarde. Así podían comer todos los días y además había que ahorrar, a fin de comprar el material imprescindible para que funcionara el taller.

Hoy, en miles y miles de lugares del mundo, hay talleres como el de mi padre, produciendo también artículos de buena calidad, a base de enorme esfuerzo, ingenio, escasísimos ingresos, e ignorando derechos laborales, derechos sanitarios y obligaciones ambientales. Nosotros compramos esos artículos, a veces muy sofisticados, baratitos, los usamos con la misma consideración que tenemos hacia las gotas de lluvia, y los tiramos a la primera de cambio, eso sí, al cubo de reciclaje correspondiente.

Muchos años después, trabajando como profesor en la universidad, me sorprendió constatar que, a lo largo de unos pocos años, con la misma cualificación laboral y la misma dedicación, podía comprar más cosas. Así pude hacerme con ese torno para metales y con otras herramientas que siempre habían estado al otro lado del horizonte de mis posibilidades. ¡Y todo eso, sin que yo hubiera tenido que hacer ningún sacrificio especial! ¿La razón? Que el país se estaba uniendo al club de los ricos. Y entonces empezaron a poder ponerse en práctica, entre otras muchas cosas, las medidas ambientales que se venían reclamando desde mucho tiempo atrás y se popularizó e institucionalizó la educación ambiental. Pero una parte de la industria tuvo que deslocalizarse, porque al atender a los nuevos requerimientos del mundo del empleo y ambientales, los productos se encarecían y no era rentable producirlos. Además, ahora se podía ganar más dinero en nuevos campos y con menos esfuerzo.

Si hubiera nacido en el mundo rural, mi historia sería obviamente diferente, probablemente las carencias hubiesen sido mayores, pero los patrones serían bastante similares y solo la emigración a las grandes urbes y al extranjero palió la situación. Sin embargo, el abandono de tierras trajo una apariencia de naturalización que ha continuado hasta ahora y que ha contribuido a la falsa imagen que tenemos de lo rural en el mundo urbano.

A medida que un grupo de países hemos subido el producto interior bruto, las situaciones que he descrito se trasladan, cada vez con mayor frecuencia e intensidad, hacia países más pobres, que vuelven a repetir la misma historia, escalando y derivando sus problemas a otros que estén peor. Eso ha ocurrido en Japón, China, Corea y está sucediendo en India, Pakistán y gran parte del sudeste asiático. Otros países, África entera, espera su turno para subir la escalera de la esperanza. Mientras, otros no saben lo que será de ellos, porque igual que se sube, también se baja.

El procedimiento, que es global, está produciendo una disminución de la pobreza mundial, lo cual es muy positivo y esperanzador, pero es a costa de incrementar una nueva forma de esclavitud en muchas sociedades, especialmente en los países de cola. Y lleva aparejado, forzosamente, un aumento de la degradación ambiental, que antes era más local y que ahora se reparte democráticamente a toda la atmósfera terrestre y a todas las aguas. Quizá no se vea, pero están ahí, y hay miles de productos que confunden a la materia biológica, creyendo que son de su misma naturaleza y se incorporan en nuestros tejidos, con resultados desconocidos.

Cito el ejemplo anterior para no entrar en una enumeración exhaustiva de circunstancias, causas y problemas ambientales bien conocidas por todos. Pero ¿son realmente problemas ambientales? A mí me parece más bien que la mayoría son de índole socio-económica, sistémica y estructural. Desde luego, desbordan ampliamente, tanto en variedad como complejidad, al ámbito de lo ambiental, al menos tal como hoy lo entendemos y, por supuesto, deja a la educación ambiental convertida en poco más que una figura decorativa.

Supongo que más de un lector se sentirá molesto por la crudeza y brusquedad de estas líneas. Si fuese así, pido mis más sinceras disculpas. Hace tan solo un par de años quizá no las habría escrito. Sin embargo, hoy, al intentar visualizar la evolución que ha experimentado el mundo durante mi vida profesional, tengo toda la sensación de que la trayectoria mundial de las últimas décadas no va a continuar de la misma forma en las venideras. La incertidumbre aumenta de día en día, y las distorsiones del clima pueden conducirnos con gran rapidez a escenarios desconocidos.

En mi opinión, creo que se impone abrir las entendederas mentales a nuevas posibilidades. Creo que en este momento no hay nadie en el planeta que tenga una idea clara de a dónde nos dirigirnos, y también creo que no es el momento de salvapatrias, ni de ideas políticas o sociales que vayan a resolver la situación de la humanidad. Lo que está ocurriendo es de una complejidad descomunal, tanto en el componente humano como ambiental, porque además podemos estar siendo influenciados por muchas otras causas sobre las que los humanos no tenemos control alguno. La concienciación ambiental al uso en los países más desarrollados sirve para muy poco, y menos aún en la mayoría de los demás, donde habitualmente los problemas tienen poco de ambiental.

¿Qué podemos hacer? A mi entender, olvidarnos de los grandes planteamientos y dedicarnos a observar lo próximo y cotidiano. Ver qué está ocurriendo, ver si se puede hacer algo y buscar salidas pequeñas, efectivas. Ver qué necesitaríamos, con qué fuerzas contamos. Ver si son suficientes y si tenemos que aprender a regular nuestras emociones, que son el motor para poder hacer cosas, pero que si no se trabajan y controlan son estorbos enormes. Ver si hay que fomentar la capacidad racional del colectivo, hacia lo concreto, o hay que fomentar otras capacidades perceptivas de rango y acción más globales. En suma, regular y poner a punto nuestras clavijas para conseguir las mejores notas que sepamos dar, para poder lidiar las dificultades que se presentan, preparar mejor a los que nos van a suceder, y no dejarnos atrapar por la depresión de la incertidumbre. El mundo no se acaba, simplemente se transforma, permanentemente.


  • El lunes 6 de noviembre se celebró el Coloquio “Educación Ambiental y Crisis Global”, organizado entre la Comisión España (CAE) de la Academia Venezolana de Ingeniería y Hábitat. Allí disertaron Javier Benayas (Universidad Autónoma de Madrid), Alejandro Álvarez  (ONG venezolana “Clima 21, Ambiente y Derechos Humanos) y Antonio Pou (Profesor Honorario de la Universidad Autónoma de Madrid).
  • Antonio Pou es profesor honorario del Departamento de Ecología de la Universidad Autónoma de Madrid. Como miembro de la delegación española participó en los tres primeros años del IPCC (el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas), en el Comité Directivo y en el Grupo de Respuestas Estratégicas. Actualmente realiza investigaciones sobre análisis automático de la circulación general atmosférica por medio de imágenes satelitales.

Ambiente situación y retos es un espacio  de El Nacional coordinado por Pablo Kaplún Hirsz

Contacto: [email protected], www.movimientoser.wordpress.com


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