La representación popular ejercida por diputados y senadores está llamada a salvaguardar, tras un excelso ejercicio de la política, los principios y valores constitucionales que garantizan el buen funcionamiento de las instituciones –la Ley formal entre ellas–, la defensa del patrimonio público, la responsabilidad de los funcionarios del Estado, así como también el trato apropiado a los ciudadanos –los constituyentes, a quienes en cuerpo y alma se deben los elegidos a cargos deliberantes, es decir, la unión temporal de lo físico y lo psíquico, que da lugar a esas acciones intencionales que distinguen y enaltecen el mandato popular–. Nos estamos refiriendo a la actividad parlamentaria desenvuelta en asambleas que tienen como propósito originar y hacer cumplir las decisiones políticas alineadas con la voluntad expresada por el común –cuando se trata de regímenes democráticos–.

La política no se entiende como imposición del más fuerte –incluido el más votado–, sino como búsqueda del acuerdo entre partes, o el acervo de ocupaciones asociadas a la toma de decisiones de consenso, en todo patrocinantes del bien común. Naturalmente, siempre habrá relaciones de poder entre individuos agrupados en una asamblea, sin que ello –al menos en democracia– suponga el desconocimiento de las minorías y de sus derechos civiles y políticos, o aquellos que protegen las libertades individuales y garantizan el ejercicio de la función parlamentaria en condiciones de igualdad ante la ley.  Un proceso democrático consolidado y exitoso solo podrá materializarse en el desempeño honesto, respetuoso y solidario de la actividad parlamentaria y el libre ejercicio de los derechos políticos del ciudadano.

En todo esto la siempre cambiante opinión pública juega un papel fundamental. Es la expresión dominante de una sociedad en un momento dado, que puede ser espontánea o estimulada por los actores políticos en relación con hechos sociales, económicos y políticos que revisten interés general. Y esa opinión pública se manifiesta de distintas maneras, que van desde la protesta pacífica verificada en las calles, los manifiestos elaborados por grupos de presión, hasta los procesos electorales organizados por la ciudadanía en ejercicio de sus derechos políticos –Venezuela acaba de vivir uno de ellos, en las elecciones primarias convocadas por la oposición el pasado año–. Esto último se inscribe en ese ejercicio de la política que contribuye poderosamente a restablecer y consolidar nuestra democracia.

Dicho lo anterior, podemos afirmar que solo en ambiente de diálogo y negociación que conduzcan al gran acuerdo que reclama el país, podremos resolver la severa crisis institucional y humanitaria que nos envuelve. Es preciso confeccionar y poner en marcha esos acuerdos de Estado que contribuirían a solucionar los problemas que agobian al ciudadano. Acuerdos en los que el conjunto de la ciudadanía está llamado a participar desde todas sus vertientes: profesionales, empresariales, políticas, espirituales, laborales, militares. Naturalmente, la clase política juega un papel fundamental en ese proceso, aunque sus figuras –salvo honrosas excepciones–, exhiben un creciente desprestigio en la sociedad venezolana y la comunidad de naciones democráticas.

La imprescindibilidad del acuerdo para todas las partes involucradas en el drama nacional que nos agobia deviene del hecho objetivo que, ni la oposición ni el régimen, han podido doblegar a sus contrapartes. Mientras se desenvuelve ese juego de intrigas, de maniobras desdobladas en el seno de los poderes públicos y de estrategias que intentan encauzar el proceso hacia unas elecciones libres y verificables, el gran perdedor sigue siendo el pueblo venezolano. ¿Existe la voluntad de pactar entre los actores políticos de la hora actual? Hay quienes la desestiman de plano, sobre todo del lado del régimen, mientras que otros acusan la complicidad de la oposición política en una serie de arreglos inconfesables –también han contado sus reiterados dislates–. Pero igual se destaca un liderazgo solvente que contra todo pronóstico ha venido abriéndose paso en circunstancias adversas –todavía debe inevitablemente enfrentar grandes desafíos–. Un liderazgo democrático, que comprende que “pactar” significa “negociar” y que ello exige en muchos casos “renunciar” a ciertas aspiraciones. Y en ello, para responder a opinantes de oficio que poco o nada aportan a la discusión, carece de toda importancia recordar los radicalismos observados en tiempos pasados. Lo que enfrenta el país de nuestros días aciagos, es muy distinto de aquello que se vivió en años anteriores –los hombres, las circunstancias y las actitudes cambian–. La crisis humanitaria ha desbordado los límites de tolerancia y exige una solución inmediata que solo puede instrumentarse mediante un gran acuerdo nacional. Sin acuerdo entre todas las partes interesadas, no habrá gobernabilidad democrática –tampoco la que pretende imponerse y eternizarse–, no reaparecerá la majestad y respetabilidad del poder público, ni el país podrá resolver las ingentes necesidades que se observan en un sinnúmero de sectores y actividades.

Lastimosamente el parlamento venezolano, apoyado en la fuerza de una contestada mayoría y la connivencia de los jueces, no se inclina a servir de foro predilecto para la discusión y el acuerdo político –tampoco hay condiciones mínimas de representatividad popular en su fuero interno–. No termina de asimilar que el país es ingobernable y que la voluntad de cambio expresada por las grandes mayorías seguirá palpitando en la mente social colectiva, aunque temporalmente se pretenda doblegarla.

La caída de la institucionalidad republicana como producto de los excesos cometidos a partir de 1999 –la Constituyente fue el primer paso–, explica la ineptitud del parlamento para servir de escenario propicio al ejercicio de la política en función de los imprescindibles acuerdos de Estado. Cabría recordar que fue en el Congreso de la República donde se resolvió la crisis provocada por la forzada renuncia del presidente Carlos Andrés Pérez –el país continuó su marcha sin solución de continuidad democrática hasta las elecciones de 1993–.

Concluimos afirmando que el acuerdo político será siempre resultante de un proceso evolutivo pleno de amenazas, marchas y contramarchas. Ello nos conmina como sociedad democrática a no desmayar en el esfuerzo que exige ser pacientes e inteligentes en cada movimiento. Y no se trata simplemente de sustituir a unos por otros ni mucho menos de arrasar grupos e inclinaciones políticas. En esencia, el acuerdo deseable tiene que ofrecer seguridades a todas las partes involucradas, de modo tal que cada cual haga su aporte a la gobernabilidad del país y de tal manera puedan satisfacerse las máximas aspiraciones del ciudadano, entre ellas recuperar la dignidad nacional.


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