Ilustración: Juan Diego Avendaño

Hace ahora 750 años (7 de marzo de 1274) murió (en la abadía cisterciense de Fossanova), cuando apenas había alcanzado la madurez (49 años), uno de los más influyentes pensadores de la historia de la humanidad, Tomás de Aquino. Se le reconoce como uno de los fundamentos de lo que hoy llamamos civilización cristiana occidental. En efecto, dio organización a sus bases teológicas y filosóficas –en buena medida derivadas de otras más antiguas (judaica, griega, romana, islámica)– y les hizo aportes sustanciales. Construyó, así, un cuerpo doctrinario, referencia de los tiempos que siguieron, que mantiene plena vigencia en nuestros días.

Tomás de Aquino (nacido en el castillo de Roccasecca en 1224/1225, cercano a la ciudad de aquel nombre) era un hombre de la plenitud de la “Edad Media”. Impropiamente se acostumbra a llamar así (desde avanzado el siglo XV) al tiempo transcurrido entre el ocaso del Imperio romano (parcial, pues subsistió en Bizancio por cerca de mil años más) y la aparición de una sociedad de nuevas formas sociales, económicas y políticas y del renacer de muchos de los elementos culturales de la antigüedad clásica (lo que fue resultado de diversos factores). Tal denominación considera ese tiempo como transicional, hipótesis que supone desconocer la proyección real de algunos hechos ocurridos entonces en Occidente, de la mayor importancia en la evolución de la humanidad. Pero, además, es errónea (por eurocéntrica) con relación al resto del mundo. En efecto, en otros espacios geográficos se sucedían etapas decisivas de sus respectivas civilizaciones.

Se confunde con frecuencia la Edad Media con un tiempo de atraso y oscurantismo, de ignorancia e inseguridad. Estuvo marcado, ciertamente, por el derrumbe de la unidad romana y la sustitución de la cultura clásica (como insistieron Flavio Biondo y Christophe Cellarius). Pero, también aparecieron plenamente los signos de la civilización occidental: diversidad de poblaciones de características comunes, unidades políticas en territorios limitados, actividad comercial en pequeñas ciudades, interés por la comprensión de la realidad natural, integración humana del mundo físico. De entonces data la fundación de monasterios como guardianes del saber, de órdenes religiosas y de centros de transmisión (y aún búsqueda) del conocimiento. En uno de aquellos (abadía de Montecasino) comenzó su andar y en las universidades de Nápoles y París completó su formación. En la última, luego de enseñar en Italia, se le nombró maestro de Teología (como a Buenaventura de Bagnoregio). Ya había escrito obras fundamentales.

Durante lo que llamamos comúnmente “Edad Media” en Occidente, ocurrieron algunos de los hechos en los cuales se funda su actual civilización. Tal, el desarrollo de la escolástica, cuya culminación es el tomismo (al cual no se reduce). La obra del Aquinate es inmensa y asombra el tiempo en que fue escrita (más aún si se toma en cuenta los instrumentos de que disponía). Comprende, entre otras, tres grandes síntesis teológicas. Y en el plano más temporal un tratado sobre “el gobierno de los príncipes”. Su pensamiento ha inspirado a la Cristiandad. Canonizado en 1323 fue declarado doctor de la Iglesia en 1567. “Entre los Doctores escolásticos brilla grandemente Santo Tomás de Aquino, Príncipe y Maestro de todos” proclamó León XIII; y Paulo VI afirmó que “fijó en la Iglesia el quicio central en torno al cual, entonces y después, se ha podido desarrollar el pensamiento cristiano con progreso seguro”.

Conviene recordar que al mismo tiempo en otras latitudes se vivían procesos históricos de ánimo creativo. Sus logros permitieron enriquecer a otras civilizaciones que desconocían. En efecto, se produjo entonces la expansión del islam (desde 636) y el surgimiento de Al-Andalus (Córdoba) y del Califato Abasí (Damasco). También la evangelización de los eslavos (desde 862) por enviados de Bizancio, limitados sus dominios en Oriente. Fue la época de la magnificencia de las dinastías Tang (618-907) y Song (960-1279) en China, de la extensión de un poder centralizador sostenido por el Sultanato de Delhi (1206-1526) en India, del imperio de Malí (1235-1546) en África Occidental y de la aparición y decadencia de la civilización maya en Mesoamérica (200-1200) y del régimen teocrático en Tiahuanaco (hasta 1187) en el altiplano andino. Salvo con estas últimas, las otras se comunicaban entre sí directamente o a través de las intermedias.

En Occidente se impuso lentamente una concepción del hombre como ser llamado a la trascendencia. No se reduce a la materia. Es también espíritu que eleva. Ese concepto no es exactamente greco-latino, aunque comenzó a formarse durante el tiempo de aquella civilización, especialmente con Platón (entidad compleja) y Aristóteles (zoon politikon). Fue Boecio, en momentos de grandes cambios (comienzos del siglo VI), quien sentenció: es una “sustancia individual de naturaleza racional”. Es la individualidad de una naturaleza (propiedad específica) que lo distingue entre los demás. O sea, que tiene capacidad de razonar, tomar decisiones y realizar vida intelectual. Sin embargo, ese carácter aparecía ya en las primeras páginas del Génesis, en los orígenes del pueblo judío. El cristianismo le agregó el de ser llamado a la trascendencia en el Creador. Fue Tomás de Aquino quien explicó la admirable síntesis y concluyó, en pleno Medioevo, que estaba dotado de “magna dignidad”.

La llamada “Edad Media” estaba imbuida de espiritualidad. La persona –con destino trascendente– pretendía alejarse de la corporalidad y la sensualidad para acercarse a Dios. Toda su vida terrenal –del nacimiento a la muerte– se ordenaba en preparación a ese encuentro definitivo; y la sociedad procuraba ofrecerle un ambiente propicio. Las oraciones se sucedían durante el día y a lo largo del año se recordaban las etapas de la encarnación del Hijo de Dios. Se peregrinaba a los lugares donde reposaban sus discípulos. Y se intentaba hacerlo hacia la Tierra marcada por su paso. Para rendir culto a Dios se levantaban magníficas construcciones que, gracias a nuevas técnicas, se llenaban de luz. Allí se escuchaba la palabra de Dios, acompañada de cantos especialmente arreglados. En las escuelas episcopales se aprendía, junto a los conocimientos elementales, los fundamentos de la fe. De ellas surgieron las universidades, donde se enseñaban teología y filosofía.

Desde la segunda mitad del siglo XIX tuvo lugar un renacimiento de la escolástica, renovada con nuevas aportaciones. El fin catastrófico del “ancien régime” y la emergencia de formas inhumanas del capitalismo hicieron que pensadores sensibles al sufrimiento, pero abiertos a los cambios, buscaran en la fe orientación frente a los problemas de los nuevos tiempos. Algunos creyeron posible “una nueva Edad Media” y hubo quienes pretendieron, incluso, instaurar el estado cristiano. Aquel movimiento, conocido como neotomismo, trataba de infundir nueva vitalidad al legado del gran pensador. En su promoción inicial destacó el cardenal Desiré-Joseph Mercier (1851-1926), rector de Lovaina (Bélgica). Como resultado se formaron grupos de estudio, algunos muy activos: Lovaina, Roma, París, Milán, Washington. Esa labor recibió el apoyo de León XIII (Aeterni Patris.1879) y Pio X (Angelici Doctoris.1914). Insistieron en que las tesis de Santo Tomás constituyen cimientos del pensamiento cristiano (aún en lo referente “a las cosas naturales”).

Después de la primera Gran Guerra del siglo XX el neotomismo consiguió gran influencia. Jacques Maritain (1882-1973) y Étienne Gilson (1884-1978) figuraron entre sus representantes más escuchados. Recomendaron el estudio de Tomás de Aquino los pontífices romanos: especialmente Pío XI (Studiorum Ducem.1923), Pablo VI (Lumen Ecclesiae.1974) y Juan Pablo II (Veritatis Splendor. 1993).  Sin duda, su pensamiento iluminó los trabajos del Concilio Vaticano II. De otra parte, sus ideas políticas (sobre el estado y sus fines) adaptadas al siglo inspiraron la doctrina social de la Iglesia y las tesis de los partidos demócratas-cristianos de Europa y América Latina. En Venezuela fueron divulgadas por los institutos de los padres jesuitas (y los cursos dictados por Manuel Aguirre Elorriaga sj). Los presidentes Rafael Caldera y Luis Herrera Campins manifestaron atender las ideas de J. Maritain. Entre los pensadores del neotomismo en el país han destacado Enrique Pérez Olivares y Rafael Tomas Caldera.

El pensamiento de Tomás de Aquino no quedó en la Edad Media. Como el de Aristóteles y de otros sabios, el del maestro medieval ha traspasado los tiempos. Porque es intemporal: ofrece respuestas a inquietudes esenciales del hombre, puestas de manifiesto en todos los lugares y todas las épocas. Sus principios “son faros que arrojan luz sobre los problemas más importantes” de orden espiritual o material. Ante los cambios sociales, permiten desde aproximaciones distintas nuevos análisis. Por eso, señalan caminos en momentos de dificultades. Como cuando se reconstruyó Europa después de la hecatombe.  O ahora, ante la incertidumbre del futuro.

X: @JesusRondonN


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